El Mercurio
Opinión

Constitución americana

Joaquín Trujillo S..

Constitución americana

La opción por la pluridentidad híbrida americana está negada cuando, si miramos bien, el menú disponible está realmente reducido a conquistador y conquistado.

Hace 240 años nacía en Caracas Andrés Bello López, el más importante intelectual americano del siglo XIX.

Su figura ha sido tan manoseada que se hace cuesta arriba referirse a él, especialmente cuando el momento constitucional pone en jaque las certezas más graníticas de la República.

Este natalicio parece oportuno para notar un aspecto de Andrés Bello que muchas veces se pasó por alto. Bello fue en su época un inmigrante (se sabe), uno miserable en Londres (se sabe menos), “cancelado” en su región natal (mucho menos), que se transformó en el ideal de una América por entonces irregular.

América, desde que comenzó la emancipación de los dominios transoceánicos de las monarquías imperiales europeas (s. XVIII-XIX), fue el símbolo universal de la irregularidad.

El relato europeo moderno afirmaba que la civilización grecolatina se había constituido contra el despotismo asiático. A esta opción por la libertad se habían sumado las viejas naciones conquistadas por el Imperio Romano. Cuando apareció detrás del océano Atlántico un mundo supuestamente nuevo, los europeos que lo conquistaron pensaron participar del antiguo proceso iniciado en Roma.

Pero la época de los muchos imperios comenzó recién en el siglo XIX (si en 1815 las potencias europeas controlaban el 35% de la superficie terrestre, en 1914, el 85%). Solamente América parecía escapar a los dominios europeos.

Las emergentes repúblicas americanas necesitaron de constituciones. En conformidad a la moda del iluminismo del siglo XVIII, y especialmente a falta de reyes, eran estos documentos sagrados los que prometían salvaguardar las libertades logradas e implementar las que habrían de lograrse, tanto las individuales como las colectivas.

A excepción de EE.UU., en muchas repúblicas americanas el género constitucional incurrió en el vicio de la novedad: nuevas constituciones a la menor provocación y, por tanto, plasmadas en letra muerta. Las constituciones, los experimentos republicanos y América en general, se desprestigiaban.

La historiografía oficial chilena postuló que Chile iba por ese mismo camino hasta que —verdad o fábula— los triunfadores en Lircay lograron la de 1833, que Andrés Bello llamaba “Reforma de la de 1828”, y que obtendría el récord de la decimoquinta Carta Fundamental más longeva del mundo.

Así, al menos una parte de Hispanoamérica saneaba sus títulos irregulares, se exhibía como un lugar serio, un rincón respetable del universo.

Eso ocurría en la arista de las formas jurídicas, que no son más que un aspecto de la realidad.

En el interior de la inmensa región americana acontecía que el proyecto republicano de emancipación tuvo que hacerse cargo de toda aquella diversidad que la organización del Imperio Español había sabido administrar durante siglos, parchando aquí y allá con una ductilidad combinatoria que solamente pudo tener el barroco.

El pensamiento de la república americana durante los siglos XIX y XX entendió la nueva realidad mediante dos conceptos no del todo nuevos: el del criollo y el del mestizo.

Ambos eran expresión de lo mismo: América es un lugar singular, inexplicable a la luz de las categorías puras europeas, uno de híbridos. Cientos de agentes del intelecto, como Gabriela Mistral, José Enrique Rodó, Alfonso Reyes, colaboraron en esta autoimagen de América. Si bien alguna vez escribió que “las razas se mezclan, pero no las ideas”, Bello fue el padre de esta síntesis.

De ahí que sea tan preocupante la negación ontológica de la hibridez americana. Si solo hay habitantes originarios, por un lado, y ocupantes originarios de otras latitudes, por el otro; si el mestizaje no es más que una apariencia que la verdad del blanco o negro desvanece, entonces somos algo así como una Sudáfrica en potencia.

Sin estas perspectivas de largo plazo, me temo, seremos incapaces de proyectar la mejor versión de la serie y nos dejaremos obnubilar por cuestiones episódicas.

La opción por la pluridentidad híbrida americana está negada cuando, si miramos bien, el menú disponible está realmente reducido a conquistador y conquistado. Y si no es así, entonces toda la cuestión identitaria a la que asistimos se atenúa, como exagerada, en la hibridez americana.

Si este fue hasta hoy un asunto no propiamente constitucional, ha comenzado a serlo.