El Mercurio, 5 de mayo de 2017
Opinión

Constitución de 1925

Joaquín Trujillo S..

Debo decir, sin embargo, en mi defensa, que no me considero de derecha, ni siquiera de centroderecha

Una Constitución que mantiene su nombre, pese a sus reformas, es una ilusión importante. Gracias a ella, los momentos constitucionales van concatenándose de forma tal, que la comunidad no siente asaltado por ningún grupo aquello que les pertenece a todos.

En el mundo ha habido cientos de constituciones impuestas de lado y lado. La crudeza de su origen ha sido insoslayable. Por eso es bueno que las constituciones sean viejas y flexibles.

Chile fue célebre en la región latinoamericana por su Constitución de 1833, la decimoquinta más duradera de la historia universal.

Si acogemos la tesis del Presidente A. Alessandri, según la cual la Constitución de 1925 no fue más que una reforma de la de 1833, una que no hizo más que remozarla después de las desformas que la habían torcido hacia el parlamentarismo, entonces puede decirse que la Constitución de 1833 siguió viva a pesar del rebautizo de 1925.

Y si nos adentramos en los orígenes de la Constitución de 1833 observaremos que al decidir, quienes la engendraron, entre las opciones de una «nueva» o la de reformar la de 1828, decidieron por la segunda. Esto, a pesar de las «jornadas rojas de Lircay» (Edwards Bello).

Pocos países admiten una genealogía tan prístina en su historia constitucional. Esa genealogía se quebró con la de 1980. En sus mensajes de 1980 y 1981, Pinochet insistió en que esa era una «nueva» Constitución, rompiendo una tradición verbal primordial para el cuidado de las apariencias constitucionales. Y ni hablar de las jornadas rojas.

Estos asuntos de palabras pueden parecer insignificantes. La verdad es que Chile ha sido una república célebre por el pulimento de la palabra institucional. Una república de gramácratas

En esta misma tribuna he dicho que la Constitución de 1925 es la vía simbólica para urdir un acuerdo a través de los quórums actuales de reforma. No para resucitarla, sino para que desde su texto emerja la Constitución que no será sino la vieja.

El primer pie forzado es el texto de 1925, a partir del cual se trabaja uno distinto; el segundo, los quórums actuales. Se trata de entrar, lo más que se pueda, en el texto de 1925 para salir de él después. Este no es un rodeo eludible. Es la manera, según me parece, de liberarnos simbólicamente de la marca de 1980 y de dejar mejor fundada esa tradición constitucional que casi exclusivamente habló de reforma y que nos hizo célebres.