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Constituir el disenso

Aldo Mascareño.

Constituir el disenso

La vida democrática no es un campo de batalla, pero tampoco una taza de leche de la que surgen espontáneamente acuerdos solo porque presuponemos que ya estamos todos de acuerdo.

Que los conceptos importan lo sabe cualquiera que haya entendido mal o que haya disentido porque entendió muy bien, pero no está de acuerdo. En estos casos las posibilidades no son muchas. Más bien hay que acordar no estar de acuerdo, conversar sobre la forma de vivir con las menores interferencias mutuas, y lograr que el disenso particular no se generalice a todos los rincones de la relación. Los padres separados tendrían que manejar esta técnica con maestría; también terapeutas, consultores y buenos asesores. Para qué decir los políticos. Hay otras alternativas, como aferrarse al dogmatismo o aplicar la violencia, pero ellas son ajenas a la vida democrática.

Tampoco forzar el consenso es una buena estrategia. Por experimentar un momento ritual de vibración comunitaria, es demasiado lo que queda bajo la alfombra. ¿ Y después del gran consenso qué? ¿ Dónde se puede encontrar la motivación social para procesar institucionalmente todo tipo de puntos ciegos que inevitablemente se alojan tras el rostro de cada observador?

Durante demasiado tiempo la política chilena se pensó a sí misma mediante un ideal de quietud y armonía. Cegados por él, no se advirtió que el país había entrado en esa extraña lógica autoinmunitaria mediante la cual destruimos lo que nos protege de nosotros mismos: la confianza en instituciones, su capacidad de inclusión anónima, el trato igualitario. Para salir de un escenario de ese tipo, todos los acuerdos tienen que ser pragmáticos, conceptualmente económicos, universalmente inclusivos, institucionalmente realizables. La Convención fallida lo creyó de otro modo, y así le fue.

Una sociedad cada vez más diferenciada fácticamente y más plural normativamente tiene que volverse especialista en la constitución del disenso. Tiene que construir la socialidad del Estado sin pretender el monopolio del bienestar e incrementar su inclusividad sin eliminar la que ya ha alcanzado. Tiene que reconocer la convergencia y la disidencia sin asignarle nombres propios; debe ser suficientemente fuerte para proteger e incluir, y suficientemente débil para no abrumar y abrir espacios a quien quiera vivir la vida de otro modo.

El desafío del nuevo proceso constitucional es diseñar una democracia sin pretensión de unidad, sino como un espacio de procesamiento de disensos. Conceptos como casa común, cohesión, consenso, que guiaron en el pasado nuestra idea de vida pública, deben abrir espacio a otros como disenso, pluralismo o modus vivendi.

La reciente experiencia del proyecto constitucional debe enseñar que los relatos agonistas tienen escasa resonancia en Chile, pero tampoco se puede creer por ello que habría que retornar apurados al gran relato consensual que oculta diferencias. La vida democrática no es un campo de batalla, pero tampoco una taza de leche de la que surgen espontáneamente acuerdos solo porque presuponemos que ya estamos todos de acuerdo.