La Tercera, 15 de marzo de 2014
Opinión

Crimea y la carga de la Brigada Ligera

Sebastián Edwards.

Durante las próximas semanas, Rusia se tragará la península de Crimea, y nadie hará nada. Bueno, habrá discursos en los foros internacionales, denuncias varias y acusaciones surtidas. Pero no habrá represalias de peso; menos aún acciones bélicas. Y así, el dominó de la post Guerra Fría sufrirá otro reacomodo.

Nada de esto es sorprendente. Rusia ha tenido una fijación por la península que data de varios siglos, y desde los tiempos de Catalina la Grande sus líderes consideran a Sebastopol como un puerto de gran importancia estratégica. Más aún, hasta mediados de los 1950 la península era parte de Rusia.

La historia de Crimea es larga y romántica. Durante siglos fue un territorio autónomo habitado por tártaros -una raza orgullosa que ama la libertad-, rusos y griegos. Su ubicación en la ribera norte del Mar Negro le daba un realce geopolítico que crecía año tras año. En 1783 fue anexada por Rusia, quien desarrolló una creciente presencia naval en sus costas. En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, Stalin expulsó a los tártaros, quienes constituían cerca de la mitad de la población. El dictador temía que se cambiaran de bando y que lucharan junto a los alemanes para lograr su libertad. Sólo en 1954 y como parte de los ajustes post Stalin -quien murió bajo condiciones sospechosas en mayo de 1953-, la península fue cedida a la República Socialista de Ucrania.

Una alianza poco santa

A mediados del siglo 19, Crimea fue el escenario de una de las guerras más paradójicas en la historia de la humanidad. Por un lado estaban las fuerzas rusas del Zar Nicolás I, y por el otro, los ejércitos conjuntos de Gran Bretaña, Francia y el Imperio Otomano (Turco). La guerra duró tres años (1853-1855) y se caracterizó por grandes errores estratégicos por parte de los aliados. Después de penurias, sufrimientos y reveses, la alianza logró tomar el puerto de Sebastopol -el que estuvo sitiado por más de un año- y la guerra terminó sin mayor pena ni gloria.

La razón formal del conflicto -la que, desde luego, no era la razón verdadera- fue el asesinato de un grupo de monjes rusos-ortodoxos en Belén por parte de la policía turca. El Zar Nicolás citó su obligación, bajo el Tratado de la Santa Alianza, de defender el cristianismo y le declaró la guerra a Turquía, país al que procedió a motejar como “el hombre enfermo de Europa”.

Todo el mundo -y ciertamente Nicolás- esperaban que los poderes europeos tomaran el partido de Rusia. Después de todo, se trataba de una guerra entre cristianos y mahometanos. Pero las cosas no se dieron como quería el buen zar. Tanto británicos como franceses -dos países que en esos momentos se aborrecían- entendieron que lo de los monjes y el pesebre de Belén no era más que una excusa burda; lo que los rusos querían era tomar Constantinopla y así tener acceso irrestricto al Mediterráneo. El plan era tan simple como diabólico: desde Sebastopol, la armada del zar zarparía hacia la capital otomana, la que caería sin poner demasiada resistencia -después de todo, se trataba de unos “enfermos”. Y una vez controlado el Bósforo, las naves del zar no tendrían inconveniente en patrullar -e incluso dominar- el preciado Mediterráneo, con sus apetecidas rutas comerciales.

Claro, eso no lo podían soportar ni Napoleón III ni la Reina Victoria. Y aunque se odiaran mutuamente y, en conjunto, despreciaran a los turcos -a quienes no sólo consideraban enfermos, sino que desahuciados-, formaron una alianza poco santa y procedieron a despachar fuerzas expedicionarias hacia el Mar Negro.

Las rencillas entre los comandantes aliados durante la duración del conflicto son legendarias. No sólo se pelearon turcos con franceses y con ingleses, y los europeos entre sí, sino que, además, hubo grandes bataholas entre los oficiales británicos. El conflicto mayor se dio entre dos cuñados: Lord Lucan y Lord Cardigan, quienes no vacilaron en poner en peligro las vidas de miles de soldados con tal de saldar sus cuentas pendientes.

Una batalla, una derrota y un poema

El 25 de octubre de 1854, la Brigada Ligera, al mando de Lord Cardigan, recibió la orden de atacar las posiciones rusas en los altos de Balaklava. Eran poco más de 600 hombres montados en caballos veloces, armados de lanzas y que acarreaban algunos rifles de último diseño. Los rusos contaban con artillería pesada y se encontraban perfectamente atrincherados. Su posición era superior y dominante.

Al parecer -nadie lo sabe con certeza-, la estrategia británica consistía en que la Brigada Ligera distrajera a los cosacos, mientras que la Brigada Pesada, comandada por Lord Lucan, avanzaba con sus propios cañones en una maniobra envolvente.

Cardigan hizo lo suyo. Montado en un alazán se lanzó a todo galope, con el sable empuñado, alentando a sus hombres con el grito, “Por Dios, por Albión y por la Reina”. Lord Lucan, sin embargo, brilló por su ausencia. Los de la Pesada no avanzaron, se dieron vueltas en banda y sus oficiales miraron a través de sus catalejos cómo los hombres de Cardigan eran masacrados por voleas tras voleas de artillería rusa.

De los 600, sólo 197 regresaron ilesos sobre sus cabalgaduras. Fue una derrota contundente y el comienzo de un mito de heroísmo y osadía, similar al de Gallipoli. Los ingleses, al igual que nosotros, hacen de los reveses grandes historias -pienso en el Desastre de Rancagua, el Combate Naval de Iquique, la Batalla de La Concepción.

La bravura de la Brigada fue inmortalizada por Lord Tennyson, el poeta laureado de la Reina Victoria, en un poema que hasta el día de hoy es leído por los escolares británicos: “A media legua/ a media legua/ a media legua hacia adelante/hacia el Valle de la Muerte/cabalgaron los seiscientos”. La historia propiamente tal -incluyendo los aspectos geopolíticos y el odio entre los dos aristócratas- fue contada con maestría en 1953 por Cecil Woodham-Smith en el libro The reason why. Pero quizás el recuerdo más preciado venga del filme de 1938, La carga de la brigada ligera, con un Errol Flynn buenmocísimo, con su bigotito de “mosca”, y una Olivia de Havilland frágil y femenina.

Casi un año después, el 9 de septiembre de 1855, Sebastopol caería en manos aliadas, y comenzó el proceso de paz. Al final, todo quedó como al principio. Excepto, claro, por los muertos, los desplazados, la destrucción y el horror de la guerra. En Gran Bretaña quedó un poema, mientras que los franceses bautizaron a un puente sobre el Sena (El puente de Alma) y a un bulevar -el elegante Boulevard Sebastopol-, como recuerdo de dos batallas en las que, según aseguran, los suyos mostraron valor y maestría estratégica.

Hoy en día, pocos recuerdan la carga de la Brigada Ligera. Pocos saben que Yalta, el lugar donde Churchill, Roosevelt y Stalin se repartieron el mundo en 1944, queda en Crimea. Pocos saben que Rudolf Nureyev, el mejor bailarín que ha conocido la humanidad, era un tártaro de esa zona. Peor aún, a pocos les importa lo que vaya a pasar con Crimea; si continúa siendo parte de Ucrania o es fagocitada por Putin.

Pero esta indolencia acarrea peligros. En 1994, Ucrania entregó su arsenal nuclear a cambio de un pacto de protección por parte de las potencias occidentales; se suponía que la Unión Europea y EE.UU. los protegerían de cualquier agresión. Y si arrebatarle una parte del territorio no es una agresión, ¿qué lo es? Por eso la pregunta es pertinente, ¿quién les creerá a los países de Occidente en el futuro? Más preocupante aún, ¿quién velará porque no se desate un proceso de “limpieza étnica”, como en los Balcanes? ¿Quién protegerá a los sufridos tártaros? ¿Quién? ¿Quién? Son preguntas sin respuestas.