EL PAÍS CHILE
Opinión
Proceso constitucional

Cuando un rechazo constitucional no es sinónimo de fracaso

Luis Eugenio García-Huidobro H..

Cuando un rechazo constitucional no es sinónimo de fracaso

Por segunda vez en poco más de un año, los chilenos rechazaron por un amplio margen una propuesta de nueva Constitución en un plebiscito. Si un rechazo ya es excepcional a nivel comparado, dos consecutivos son algo completamente inédito. De ahí que es entendible que el resultado sea recibido con pesimismo y resignación. Pero frente al nihilismo constitucional que impera, debemos ser cautelosos y cuestionarnos qué constituye realmente un fracaso.

Por de pronto, es necesario reconocer que no siempre será fácil determinar cuándo se está ante un fracaso en un proceso constituyente. Por ejemplo, el rechazo de la propuesta de la Convención Constitucional en 2022 supuso para muchos –y me incluyo– un triunfo de la democracia chilena, mientras que para otros representó un retroceso democrático. Idéntica interrogante podría formularse respecto del reciente plebiscito: ¿habría sido un triunfo aprobar, por un estrecho margen y bajo la excusa del fracaso anterior, una propuesta que habría perpetuado la discordia constitucional entre las élites políticas? Así lo sugerían quienes abogaban en su favor. Pero en contra podría ofrecerse la experiencia francesa de 1946. Luego de un primer plebiscito en el que se rechazó la Constitución de una asamblea liderada por la izquierda, seis meses después se aprobó estrechamente una segunda propuesta elaborada por una asamblea dominada por la derecha. Esa Constitución daría lugar a la Cuarta República, caracterizada por su inestabilidad, corta vida y por terminar al borde de una guerra civil.

Es cierto que hay algunos fracasos más evidentes que otros. Tal vez el más patente es el creciente entredicho en el que queda la élite política, que nuevamente se muestra incapaz de solucionar un problema al que ella misma ha asignado un protagonismo desmedido. Desde 2009, parte importante de ella ha impulsado la necesidad de una nueva Constitución como una urgencia política. Aunque existían buenas razones para esta demanda, la preeminencia asignada a este anhelo llevó a muchos a sucumbir en esa obsesión tan latinoamericana de buscar solucionar los problemas políticos a través de lo constitucional, aun cuando ya en los primeros días que siguieron al estallido social se advertía que no debía recurrirse a la Constitución como a una bala de plata.

Este fracaso conlleva además una consecuencia que la élite política parece todavía no dimensionar. Si con una nueva Constitución se buscaba relegitimar una institucionalidad en perpetua sensación de crisis, los sucesivos rechazos solo terminan por contaminar el espacio constitucional de esta deslegitimación y teñirlo de malestar ciudadano. Contrario al objetivo buscado, esto solo termina por favorecer el discurso de quienes buscan apostar electoralmente en contra de la institucionalidad y sus protagonistas.

Pero frente a este fracaso, hay muchos otros que difícilmente podrían calificarse de tales y que más bien deben destacarse. Por ejemplo, debe celebrarse la resiliencia de la democracia chilena. Luego de mostrarse abrumadoramente a favor de una nueva Constitución en 2020, los chilenos le dieron la espalda a dos propuestas que buscaban avanzar agendas programáticas y excluir a sectores completos del debate. No debemos olvidar que los plebiscitos de 2022 y 2023 tenían como propósito servir como un control ciudadano a los constituyentes y, en ambos casos, proporcionaron una instancia para castigar a los constituyentes que prefirieron hacer primar sus preferencias a las del votante medio. También debe destacarse el positivo espíritu de diálogo y simpatía política que primó en la primera instancia de este último proceso, la Comisión Experta, y que posteriormente fue menospreciado por los constituyentes electos. En un país cada vez más acostumbrado a la polarización afectiva, los 24 comisionados expertos ofrecieron una lección de madurez democrática que debe reivindicarse y celebrarse.

En esta línea, debe destacarse la gran participación ciudadana que los tres procesos concitaron, sobre todo tratándose de un país con serias deficiencias en esta materia. Aún a pesar de que esa participación no se vio finamente reflejada en las propuestas constitucionales, tales instancias igualmente ofrecieron a la ciudadana un espacio para que pudiera expresarse, algo del todo sorprende en un contexto de creciente apatía. Esta experiencia participativa ofrece muchas lecciones que son útiles no solo para Chile, sino también para otros procesos a nivel comparado. Por último, después de tres intentos infructuosos de trasladar la discusión constituyente a instancias especialmente diseñadas para tal propósito, parece evidente que el lugar natural para tener estas discusiones es el Congreso Nacional. Con todo su descrédito y múltiples defectos, los parlamentarios han evidenciado en los últimos años una mayor capacidad de alcanzar e implementar acuerdos constitucionales que otras instancias representativas.

Pero tal vez la principal victoria que debe celebrarse, por pírrica que sea, es que mientras la atención chilena estuvo concentrada en los procesos constituyentes, han ocurrido muchos acontecimientos que permiten desarticular dos de los principales nudos del problema constitucional. Por una parte, en los últimos años el Congreso atenuó las reglas de reforma constitucional y de las leyes orgánicas destinadas a desarrollar su contenido, lo que muchos consideraban uno de los cerrojos constitucionales legados por la dictadura. A ello debemos sumar la reforma electoral de 2016, que elimina el ‘cerrojo’ que subsidiaba a minorías que posteriormente podían vetar discusiones parlamentarias. Así, desaparece el reclamo que la Constitución imposibilita un espacio de disputas políticas.

Es cierto que todavía subsisten normas en los capítulos de principios y derechos que se sindican como favorables a los idearios de derecha. Pero ante esta crítica, hay un importante matiz: los nuevos equilibrios en tribunales han llevado a que tales normas hayan sido reinterpretadas judicialmente, muchas veces desdibujándolas casi por completo. En algunos casos, ellas incluso han servido como fundamento para que jueces puedan avanzar agendas sociales progresistas, como en materia de salud.

Más importante aún, los sucesivos rechazos ciudadanos atenúan –o derechamente anulan– el origen de la Constitución como un motivo para su reemplazo. Si para muchos las más de 70 reformas constitucionales promulgadas en democracia y el reemplazo de la firma del general Pinochet por la del presidente Ricardo Lagos no eran suficientes para limpiar este pecado original, la reiterada preferencia ciudadana por la Constitución vigente por sobre alternativas de izquierda y derecha hacen difíciles sustentar este argumento. Como bromeaba un amigo extranjero luego de conocidos los resultados del último plebiscito, ‘la chilena es probablemente la constitución más ratificada de Occidente’.

En ningún caso esto supone minimizar el peso de una dictadura. Supone simplemente reconocer que el origen democrático de una Constitución no debería ser la única variable al juzgar su legitimidad, como evidencian la experiencia alemana o japonesa. Porque tampoco debemos olvidar que hay muchas constituciones redactadas en democracia que han contribuido a su erosión o la consolidación de proyectos autoritarios, como en Bolivia o Venezuela.

En este último punto tal vez descansa la principal lección constitucional que deben sacar los chilenos. Frente a quienes insisten en la posibilidad romántica de un nuevo y puro comienzo, debemos recordar que, como sugería Immanuel Kant, de la madera torcida de la humanidad nada puede forjarse que sea del todo recto.