El Mercurio, 10 de mayo de 2016
Opinión

Danza constitucional

Joaquín Fermandois.

El desarrollo del llamado proceso constituyente no ha carecido de patetismo al pretender que surgiría de lo más profundo de la voluntad popular. Para colocar las cosas en su lugar, la mayoría comparte la opinión de que hay una ilegitimidad de origen -por expresar una fórmula conocida- en la Constitución de 1980, lo que arroja una sombra a las vastas reformas que ha experimentado, sobre todo en 1989 y 2005. Uno pensará que se mezclan cosas distintas -las reformas fortalecieron la parte compatible y acrecentadora del Estado de Derecho «normal» de la democracia moderna-, pero la impresión generalizada persistirá y tiene sus puntos a favor. Si el proceso de aprobación de la Constitución de 1925 no pasaría del todo la prueba de la blancura que hoy se exige a la de 1980, el de esta lloró a gritos una falencia.

Esto no puede conducir a ignorar que tras la extraordinaria convergencia y pacificación que se dio a fines de la década de los 1980 -a lo que se añadieron dos plebiscitos-, ella fue una piedra fundacional de la reconstrucción de la democracia posible. Quedaba atrás el abismo de 1973. Los 26 años de vigencia real de la Constitución de 1980 no por casualidad coinciden con el mejor período de la historia del país desde fines del XIX, al menos medido con los índices con que normalmente se evalúa el progreso o declinación de un país (ciertamente no en todos los índices, no en algunos como en la violencia cotidiana asociada a la delincuencia), para no hablar de la excelente apreciación externa sobre Chile.

La debilidad de origen de la Carta posee menos gravedad si tenemos en cuenta el simple hecho de que la transformación moderna ha sido transitar de la no democracia a la democracia; que esta es una búsqueda y nunca un hallazgo definitivo, aunque no se puede estirar el concepto hasta hacerlo irreconocible, y que en el panorama mundial el proceso democrático está paralizado o ha retrocedido desde la última renovación en torno a la caída del Muro. No es necesariamente la meta de la sociedad humana, aunque al final está asociado con fragilidad a los más altos valores de nuestro tiempo. La Carta de 1980 fue depurada en una historia de la que mucho se ha hablado; y hay que recordar por enésima vez que una parte sustancial del articulado permanente traducía y traduce una convergencia con los grandes modelos a lo largo del mundo que son todos de raíz occidental o están en mímesis con ella.

El país como en otros momentos de su historia parece ingresar a una etapa no solo de duda de sí mismo -algo normal en la sociedad abierta-, sino de tartamudeos y confusiones que pueden preceder a una crisis de decadencia; o a impulsar una renovación que vigorice una siguiente etapa que otorgue flexibilidad para responder al metro que nos exige la civilización contemporánea. La discusión constitucional es una de sus caras.

¿Caminamos como por una cuerda floja, en danza al borde del abismo? Mejor nos abrimos a una posibilidad de asentar lo que se distingue como la fuerza de Chile. Esta no es el salto al vacío que se puede avizorar con el barullo actual de los cabildos, de todos modos compuestos por menos del 1% de la población, sino que el retorno a un centro de gravedad. Partiendo de la realidad constitucional actual, debe asomar la experiencia de Chile teniendo como foco la Constitución que presidió el momento en que el país fue reconocido como una democracia que funcionaba, la Carta de 1925 (aunque no fue garantía contra los devaneos de los chilenos); y no despreciar el proceso de aprendizaje del siglo XIX: una Constitución no puede transformar un país por más derechos que se le agreguen; en cambio, sí puede entumecer y corroer el proceso institucional.