El Mercurio, 8 de junio de 2018
Opinión

De la tribu a la modernidad

David Gallagher.

Lo que más nos une es el derecho de cada uno a ser diferente, y lo que más nos podría separar es la obligación de ser todos iguales en función de la convicción de algún gobernante.

Vargas Llosa la llama «la llamada de la tribu»: la necesidad de algunos conservadores anti-liberales de que en un país nos gobiernen como lo hacían los caciques tribales, en torno a algún propósito simple, como era el de cazar animales, o mantener a las huestes en vilo para defenderse del enemigo. Algún propósito simple encapsulado en un bello relato que nos tenga a todos unidos, como agarrados de la mano, cantando la misma canción, como en el coro de una iglesia. Porque si no estamos unidos así, nos disgregamos, dicen; empezamos a perseguir nuestros propios intereses, hacemos -¡oh, horror!- lo que más queremos, la sociedad se fragmenta, y nos asomamos al abismo de la atomización. Muchas veces esta necesidad de relato, de objetivo común, va aparejada con la exigencia de que el líder tenga opiniones inmutables, porque si no, es un cínico, un oportunista, un politiquero.

Esta llamada de la tribu les llega a algunos ultraconservadores tanto de izquierda como de derecha. Sobre todo a intelectuales, porque es una llamada elitista, de gente que piensa ella misma componer la canción que ha de cantar el coro ciudadano. En toda lógica, sus héroes máximos tendrían que ser un Hitler o un Stalin, por lo subordinados que tenían a sus súbditos a relatos insuperablemente rígidos. Pero hay que ser justo: si bien les incomodan las incertidumbres de las sociedades abiertas, las enfrentan con más retórica que ideas concretas. Al exigir más comunidad, más unión ciudadana, más planificación de un futuro que no quieren incierto aunque por definición lo sea, lo más probable es que no estén pensando en Hitler o Stalin, sino en una utopía cómodamente indefinida que describen con adjetivos cómodamente abstractos.

A esta visión tribal hay una alternativa. Es la sociedad abierta. La sostienen valores humanos profundos, pero carece de propósitos rígidamente definidos, no pretende ir marchando a un futuro predeterminado, y no siente la necesidad de envolverse en un relato común que no sea el de la libertad, el progreso y la justicia. En la sociedad abierta y plural los ciudadanos se sienten unidos no porque se les ha impuesto un proyecto unificador desde arriba, no porque se les ha dictado un relato, sino porque se respetan entre sí y porque su gobierno respeta su derecho a ser cada uno feliz a su manera, solo, en familia, o sumado a las asociaciones libres a las que quiera pertenecer. En las sociedades abiertas, como en la Inglaterra de Churchill, la gente se une a luchar no para que triunfe un proyecto de élite como el racista de Hitler o el comunista de Stalin, sino para que yo y mi vecino podamos hacer de nuestras vidas justo lo opuesto a lo que el otro piensa deberíamos hacer. Para un liberal, lo que más nos une es el derecho de cada uno a ser diferente, y lo que más nos podría separar es la obligación de ser todos iguales en función de la convicción de algún gobernante.

Felizmente tenemos en Chile una sociedad abierta y tenemos un gobierno que la entiende así. Un gobierno que no necesita que estemos todos como en misa celebrando una misma liturgia y que entiende que no es eso lo que la gente quiere, y cuando digo gente hablo de aquellos que no pertenecen a élites intelectuales. Un gobierno que sabe que la gente le pide solucionar los problemas del país con eficiencia y pragmatismo, problemas incontables que no son reducibles a un simple relato. Mal que mal estamos viviendo la compleja modernidad del siglo 21.

Para qué hablar de la idea descabellada de que el gobernante debe ser cerradamente fiel a toda convicción o todo prejuicio que pueda haber tenido. Al contrario, la gente espera de él la capacidad para superar sus instintos cuando es necesario para el bien del país.