revistaintemperie.cl, 9 de mayo de 2016
Opinión

De lado y lado

Joaquín Trujillo S..

Hay algo muy odioso en atacar las figuras de dicción de los demás

Hay algo muy odioso en atacar las figuras de dicción de los demás, redactar un index de palabras o expresiones prohibidas con el fin de descubrir a la gente con la lengua desprolija (como si acaso las paráfrasis no pudieran resumirse en peores expresiones o hubiese que reducir el vocabulario en vez de expandirlo). La palabra «denigrar», por ejemplo, remite al trato que se daba a un negro (es decir, una persona de color), pero hoy, obviamente, nadie la ocupa con dicho sentido esclavista (supongamos). Muchas palabras y expresiones van purificándose de su oscuro pasado por efecto del solo uso (nótese aquí: puro contra oscuro). Se cuenta de una persona políticamente muy correcta que revisando un diccionario etimológico indoeuropeo debió, horrorizada, enmudecer para siempre. No podía soportar el repudiable origen de tantas palabras y expresiones.

Hay, en cambio, otras que invitan a contrabandear, pasar gato por liebre cuestiones gravitantes y que funcionan como lugares comunes. No es que haya que prohibirlas. Basta poner atención, ver qué denotan.

Existe una expresión muy fea, todavía ocupada en Chile con harta liviandad y que ha reflotado con la llamada teoría del empate (yo mismo la he ocupado, no es cosa de otros). Esa expresión del «lado y lado». Por ejemplo: «hubo víctimas (o victimarios) de lado y lado». Y otra expresión que lamentablemente entra en el juego: «no, hubo más de este lado», con lo que se pretende corregir las sumas y restas, impugnar la contabilidad.

La expresión «de lado y lado» no sólo es fea: es violenta y torpe. Los humillados y ofendidos no se clasifican por el «lado» al que supuestamente pertenecen ni menos se los compensa a perjuicio de los clasificados del «otro lado». El mundo no es una moneda de dos caras, ni una hoja de dos páginas. Como en un libro, hay miles de páginas y de lados, bordes y vértices, volúmenes y texturas.

Es tan problemático el «de lado y lado» porque sugiere (y más bien impone) que la justicia se hace por sí sola, o, mejor dicho, que es una vana pretensión y que lo que impera más bien es el equilibrio del ojo por ojo, tras el cual todo sigue adelante como si nada hubiese pasado. Un ojo por ojo en el que los pecadores se compensan entre sí todo, pero lo dejan anotado.

Los promotores del «lado y lado» y su reverso simétrico el «más de este lado» son como secuestradores de la gente común. ¿Acaso todos los conflictos humanos, todas las violencias pueden ser anotadas como pasivos o activos de este o aquel «lado»? Porque suele ocurrir que estos promotores no saben qué decir ni qué hacer enfrentados a los casos en que el rotulado parece menos legible. Entonces es cuando ven una anomalía incómoda, un ornitorrinco perteneciente a la marginalidad de las cosas.

Es tan pobre y poca cosa esta metáfora del «lado y lado» que sus adalides suelen descuidar los detalles de la vida, suelen distinguir poco, mezclar conceptos y arrastran un vocabulario afín. Los más elaborados (pues los hay) cuando surgen fenómenos que no se ajustan al «lado y lado» desesperan y sospechan que se urde algún engaño destinado a trastornar las contabilidades de lado y lado, sumando para ese lado lo que debía dejarse de este otro.

Y es que, me parece, hay que verlo así:

Las mentes notables a las que debamos la dilatación del mundo no se han acomodado en este agujero negro bidimensional. Es entendible que la vida política y social pueda resumirse a veces con estos «lado y lado» para no perder toda brújula, pero que salte a la primera provocación tiene algo más de automatismo animal que de acto propiamente humano, procesado por la reflexión.

Lo más grave es que la frondosidad de la existencia peligra por estas podadoras. Hay plantas que no se llega a saber que den flores y árboles que no se sabrá si son frutales.

La más clásica de las historias literarias muestra algo de esto.

Un aspecto distintivo de ciertas tragedias griegas era la imposibilidad de un tercero imparcial que dirimiera los conflictos. En la trilogía de Esquilo La Orestíada se observa cómo una familia (la familia real de Micenas) es pulverizada por el lado y lado de la violencia intrafamiliar. El árbol genealógico queda dividido en el tronco y en las ramas: asesinatos a traición, antropofagias, parricidios y el punto cúlmine, un matricidio. Los miembros de esta familia elaboran cerebrales y sentidos discursos para fundar sus actos sanguinarios, en los que la palabra justicia es la rectora. El conseguir por propia mano el equilibrio de la justicia (ojo, por propia mano) va acentuando los desequilibrios que se reproducen de generación en generación. El mismo asunto está tratado en tragedias de Sófocles y Eurípides, pero es en Esquilo donde finalmente esta permanente y desequilibrada búsqueda de un equilibrio justiciero tiene fin. Y claro, ese fin es el establecimiento de una suerte de tribunal, un ente distinto a la familia en el que intervienen incluso los dioses. No hay, así, ni sombra de equilibrio sin imperio de la ley. La ley, ese orden más allá del orden de las familias, los clanes, las logias, clubes y toda asociación legítima.

En el caso del «lado y lado» la tragedia parece darse algo al revés. Porque se está siempre a la espera del estropicio ajeno para que quede compensado el propio. Es, por supuesto, una modalidad menos cruenta que la de la tragedia, pero deteriora el gobierno de la ley también.

Ya más elaborada, se llama teoría del empate, empate que a menudo es en el vicio e infrecuentemente en la virtud. Una trágica paz de piedras que se esconden, que no se lanzan solamente para evitar hablar de las pajas y las vigas en los propios ojos.

El poeta y dramaturgo alemán Friedrich Schiller escribió aquella misteriosa fórmula suya: «la historia universal es el juicio final». Cuando las historias son parciales y locales los juicios también lo son, pero esto no significa que no deban hacerse. Si bien el «lado y lado» sabe que la historia continúa y traerá consigo nuevas chapucerías a imputarse mutuamente, el Derecho apuesta a que estos cursos existenciales deban ser intervenidos, aunque sea, para que haya justicia mientras tanto.

Pero el arte de gobernar una nación libre dice relación también con esa capacidad que es permitir que lo incomprensible se geste, tome tiempo y luzca su fruto. Pero el «lado y lado» no sabe de paciencias: lanza plaguicidas o abandona al rulo. No es cosa de prudencia existencial.

Con todo, el «lado y lado» se aprovecha de las dilaciones que en otros casos aborrecería.

«La justicia entra en coma» escribió Brecht muy a propósito en La evitable ascensión de Arturo Ui, una metáfora del advenimiento del nazismo pero en el mundo de los gansters. Porque, en efecto, la justicia se pospone. Como se está casi siempre atento a las nuevas bajas de lado y lado, el imperio de la ley nunca tiene suficiente derecho a interrumpir este curso y establecer lo justo. Así los cabecillas del «lado y lado» no son más que el mismo lado. El lado de aquellos que algunas veces sumaron y otras restaron: bien para no darse tregua, bien para proclamarla de mutuo acuerdo.

El error es oponerles otro lado que no sea la confusión de su única y fea lengua y la claridad de la ley. De esto hay muchos antecedentes, especialmente cuando exageramos la nota al solo efecto de encontrar esos antecedentes.

Los historiadores que han estudiado el fenómeno de las mafias (especialmente aquellas en el sur de Italia y Estados Unidos en tiempos de la Ley Seca) explican cómo muchas veces los líos de estas distintas agrupaciones fueron tratados por los gobiernos, la justicia y la opinión pública como un asunto de entre privados. Se les toleraba representar su tragedia griega entre cuatro paredes o en callejones vacíos a condición que no alcanzara al resto de los ciudadanos.

Error.

Porque para cuando estos conflictos habían alcanzado a los ciudadanos no relacionados, el espíritu mafioso ya campeaba, infiltrándose hasta en los pasillos y despachos de aquel logro que es la justicia imparcial, aquella que no es por propia mano.

No es nuestro caso, pero hay que agradecer que las malas experiencias sean ajenas, y la manera de agradecerlo es revisándolas y aprendiendo de ellas. Se trata, en suma, de evitar aprendizajes en carne propia.