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¿De qué hablamos cuando hablamos de un Estado Social y Democrático de Derecho?

Luis Eugenio García-Huidobro H., José Francisco García.

¿De qué hablamos cuando hablamos de un Estado Social y Democrático de Derecho?

Sin un Estado moderno, dinámico y flexible que lo materialice, sin una estructura sofisticada de principios, reglas, instituciones y derechos que lo estructuren en la nueva Constitución, el Estado Social no será más que un slogan que puede erosionar más que legitimar la propuesta constitucional.

Entre las doce bases institucionales y fundamentales que encauzarán la labor de quienes participen en la elaboración de la nueva propuesta constitucional —difundidas también en medios bajo el concepto de «bordes» para la discusión—, la cláusula sobre Estado Social y Democrático de Derecho ha tenido especial protagonismo. Sin embargo, la calidad del debate que hasta ahora se ha dado en torno a ella ha sido en exceso ideológica y con graves carencias, tanto en el plano normativo como en el técnico. Salvo contadas excepciones, ha abundado la confusión, simplificación y caricaturas que poco contribuyen a la difícil tarea que supone consagrar constitucionalmente esta cláusula en toda su complejidad.

De acuerdo con el mandato del recientemente incorporado artículo 154.5 de la Constitución, «Chile es un Estado Social y democrático de derecho, cuya finalidad es promover el bien común; que reconoce derechos y libertades fundamentales, y que promueve el desarrollo progresivo de los derechos sociales, con sujeción al principio de responsabilidad fiscal y a través de instituciones estatales y privadas.»

Es discutible que una cláusula como esta sea la respuesta adecuada a los desafíos que hoy enfrenta nuestra sociedad. Debemos recordar que el Estado Social y Democrático de Derecho es una solución política a la que llegaron países europeos en un contexto histórico particular del siglo pasado. Pero como esta fue, en octubre pasado, la definición acordada por el Congreso Nacional para viabilizar un nuevo proceso constituyente luego del plebiscito del 4 de septiembre, debemos entonces examinar con rigor sus consecuencias normativas, técnicas y de diseño. Un Estado Social y Democrático de Derecho supone en efecto que va mucho más allá de limitarse a consagrar una cláusula genérica como las que abundan en el constitucionalismo comparado de países como Pakistán (art. 38, Constitución 1973), Haití (art. 22, Constitución 1987) o Somalia (art. 27, Constitución 2012).

Se trata de un desafío mucho más complejo; como lo demuestran la sofisticación constitucional de Alemania, de España o de Colombia y las prácticas interpretativas que se han desarrollado en torno a sus Constituciones. Entre otras cosas, esta tarea supone delinear una compleja arquitectura institucional que establezca modelos de gobernanza propios de sociedades complejas, distribuyendo competencias y responsabilidades entre actores públicos y privados tanto a nivel vertical como horizontal. Sugiere, además, diseñar administraciones públicas que puedan hacer frente a los desafíos que supone vivir en un mundo acechado por riesgos e incertidumbres sistémicos. Supone, en fin, bosquejar una estructura relacional de principios, instituciones y derechos que se desplieguen armónica y coherentemente en las diversas disposiciones de la propuesta constitucional.

Con el propósito de contribuir a esta compleja discusión, examinamos a continuación brevemente tres de los elementos imprescindibles que deben considerarse al diseñar la cláusula de Estado Social y Democrático de Derecho en la propuesta constitucional: (1) los principios; (2) las estructuras institucionales que posibiliten una gobernabilidad acorde a ésta; y (3) la esfera de los derechos fundamentales.

PRIMER ELEMENTO: PRINCIPIO

Como bien señala Joseph Raz [2009], uno de los elementos centrales de una Constitución consiste en recoger las creencias comunes de la población sobre la forma en que debe gobernarse su sociedad, y constitucionalizarlas bajo la fórmula de principios. En una democracia constitucional, uno de las tareas que cumplen los principios —así como también los derechos fundamentales— es establecer ciertos mínimos que no están sujetos a la deliberación ciudadana [NINO 1997, HABERMAS 2001]. Una Constitución del siglo XXI es así una compleja estructura relacional de reglas, instituciones, derechos, principios y valores.

La formulación de la cláusula de Estado Social como principio, con todas las ambigüedades y dificultades para delimitar su contenido que ello supone, permite sin embargo que tenga un rol rector y articulador en todo el ordenamiento constitucional. No será el único, pero sí relevante. De esta manera, la cláusula se vuelve vinculante para todos los órganos del Estado: informará la legislación y las políticas públicas, y será también un principio interpretativo para los jueces, especialmente para el juez constitucional.

Si bien traducir esta cláusula a un principio constitucional será probablemente el aspecto de la empresa constituyente que presente menores desafíos, se deberá prestar especial atención a su articulación y coordinación con otros principios específicos, tales como dignidad humana, libertad, igualdad, solidaridad, responsabilidad o sostenibilidad fiscal, así como la forma en que sea reconocido en un eventual preámbulo. Una multiplicidad de principios sin mayores determinaciones normativas ni precisiones técnicas, como ocurrió en la propuesta de la Convención Constitucional, puede entorpecer más que contribuir a la consolidación de un Estado Social y Democrático de Derecho.

SEGUNDO ELEMENTO: INSTITUCIONALIDAD Y GOBERNANZA

Esta cláusula deberá desplegarse también en una compleja arquitectura institucional que posibilite modelos de gobernanza política, administrativa y económica acordes a ésta. Por lo demás, este es probablemente el mayor desafío que deberá enfrentar nuestra discusión constitucional; no sólo en lo referido al Estado Social y Democrático de Derecho.

Desde hace décadas, la arquitectura constitucional clásica —estructurada en torno a la jerarquía trinitaria de Montesquieu— se ha mostrado incapaz de proporcionar modelos de gobernabilidad que hagan frente a los desafíos que demandan sociedades complejas como las nuestras [ACKERMAN 2000; RUBIN 2005; LOUGHLIN 2010; BARBER 2018]. En este sentido, las ciencias sociales han advertido por años la necesidad de pensar nuevas estructuras de gobernanza que ofrezcan una mayor capacidad de establecer modelos de orientación socialmente vinculantes [WILLKE 2006 y 2007], imperativo que se vuelve cada vez más apremiante en un mundo acechado por riesgos sistémicos tales como pandemias, desastres ecológicos o guerras mundiales [BECK 1992; GIDDENS 1999], así como por la incertidumbre que característicamente envuelve la toma de decisiones políticas y administrativas como consecuencia de los avances de las ciencias [ESTEVE PARDO 2009].

En lo que al Estado Social y Democrático de Derecho se refiere, mencionemos tres elementos que exige una institucionalidad propicia para su materialización:

Primero, una institucionalidad necesaria para su gobernabilidad política. Es absurdo considerar que en una sociedad marcada por la gobernanza multinivel y la internacionalización de la economía puede alcanzarse un Estado Social y Democrático de Derecho a través de un modelo añejo de Estado de bienestar prestacional y una noción clásica de servicio público estatal. Antes bien, debe perseguirse una arquitectura constitucional dinámica y flexible que garantice un conjunto de bienes a través de modelos asociativos que distribuyan competencias y responsabilidades entre actores públicos y privados, con un Estado Regulador que, en forma independiente al ciclo electoral, intervenga de manera estratégica e inteligente.

En otras palabras, el Estado Social es un compromiso con una mayor presencia pública en intensidad pero no necesariamente en extensión, debiendo materializarse en estructuras y reglas constitucionales que garanticen: i) una adecuada distribución de competencias a nivel central, regional y local (muy especialmente si se avanza en modelos de descentralización territorial); ii) garantías en las prestaciones a cada ciudadano beneficiario (supone el ejercicio de un derecho) y la continuidad del servicio público; iii) independencia de las autoridades regulatorias sectoriales para evitar su cooptación política; iv) la definición de la modalidad de participación privada en la provisión del bien social específico que se trate, sea bajo un modelo de subsidiariedad, de libertad de elección institucional o un régimen de provisión mixto. Todo esto deberá ser determinado genéricamente por la propuesta constitucional para luego ser concretado por el legislador en cada ámbito (salud, educación, seguridad social o vivienda), pero siempre teniendo presente las consecuencias que se sigan de adoptar uno u otro modelo constitucional.

La gobernabilidad política debe ir acompañada de una de carácter administrativa. Modernizar y potenciar una buena administración pública (como derecho fundamental para los ciudadanos y también como mandato vinculante para los poderes públicos) es un requisito imprescindible para el éxito de la provisión pública de bienes. Un modelo de gobernabilidad administrativo supone en primer lugar garantizar constitucionalmente diversos principios o garantías que ya forman parte de nuestra legislación, tales como coordinación, eficiencia, o eficacia (por ejemplo, Ley Orgánica de Bases Generales de la Administración, la Ley de Procedimiento Administrativo o la Ley de Compras Públicas). Supone, también, propiciar un diseño del Ejecutivo en el que exista una delimitación mucho más nítida entre gobierno y administración, para lo cual se puede avanzar en nuevos modelos de autonomía regulatoria y de empleo público que permitan aprovechar el desarrollo tecnológico y la mejor evidencia científica disponible, a fin de lograr estándares más exigentes de excelencia dentro de los servicios públicos. Por supuesto, ello supone también otras decisiones organizacionales importantes asociadas al régimen político, especialmente en lo relativo a la descentralización territorial (distribución de competencias en la provisión de bienes públicos) y en la justicia constitucional (para dirimir las contiendas de competencias que se producirán en la etapa de implementación).

La constitucionalización de un Estado Social y Democrático de Derecho requiere también marcos institucionales que posibiliten una gobernabilidad económica, por lo que resulta necesario repensar la Constitución Fiscal o dimensiones específicas de ella. Por un lado, ello importa un compromiso exigente con los imperativos de esta cláusula en una concreta vinculación presupuestaria (que puede admitir techos máximos) y la asignación equitativa del gasto público. Pero también exige tomarse con especial seriedad los principios de responsabilidad y sostenibilidad fiscal que le entreguen un sustento constitucional a la institucionalidad vigente (Ley de Responsabilidad Fiscal o la Ley del Consejo Fiscal Autónomo). Las constituciones alemana, suiza o española son buenos modelos para considerar en este punto.

TERCER ELEMENTO: DERECHOS FUNDAMENTALES

En último lugar, la cláusula de Estado Social y Democrático de Derecho deberá desplegarse en la carta de derechos fundamentales. Desde el punto de vista técnico, se deberá resolver si los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA), serán consagrados como (i) derechos fundamentales en sentido estricto, dotados de tutela reforzada; (ii) objetivos sociales o directivas; o bien como (iii) un modelo mixto, en que unos pocos derechos y en algunos aspectos específicos de ellos son derechos sociales fundamentales en sentido estricto y otros son objetivos sociales o directivas (o principios rectores de la política social y económica, como en la Constitución de España).

Respecto de la eficacia y exigibilidad de los derechos sociales, la distinción entre derechos sociales fundamentales y objetivos sociales o directivas será útil en el diseño de las diversas garantías involucradas (normativas, institucionales, jurisdiccionales, supraestatales, etc.), aunque insuficiente. El que sean calificados constitucionalmente como objetivos sociales o directivas supone que no están dotados de una garantía jurisdiccional directa. Sin embargo, ellos igualmente serán garantizados por los poderes públicos por cuanto son mandatos objetivos y vinculantes, que también operan como parámetros de control de constitucionalidad de la acción parlamentaria y administrativa, encontrándose ambos sujetos a los principios de progresividad y no regresividad (a lo menos en la garantía de respeto de su contenido esencial).

Con todo, es importante hacer presente que no todos los DESCA (fundamentales o no) son prestacionales. Los hay también de protección, organización y procedimiento. Por ejemplo, el derecho/libertad/deber de trabajo da cuenta de esta complejidad. Entre las diversas posiciones bajo las cuales podemos concebir este derecho, encontramos la libre elección de profesión, la libertad o derecho de elección de un puesto de trabajo, derecho a un salario justo, derecho a condiciones adecuadas de trabajo, protección laboral para determinados grupos de personas (i.e., mujeres o minorías históricamente desaventajadas), derecho al descanso, subsidio al desempleo, derecho a la negociación colectiva o derecho de huelga.

Desde la perspectiva de su estructura normativa, a su vez, cada derecho (u objetivo social) deberá estar más o menos desarrollado en su contenido esencial, en sus supuestos de hecho y en sus límites internos y externos. A ello eventualmente podrían sumarse una cláusula de limitación general de derechos que esté estructurada sobre la base de estándares de razonabilidad y proporcionalidad, como la presente en la Constitución de Sudáfrica (1996, sec.36), así como también obligaciones estatales específicas respecto de cada uno de ellos. La determinación del mayor o menor desarrollo de la estructura normativa de cada derecho responderá a razones técnicas y prudenciales, pero también a consideraciones políticas, en atención a cuan controversial pueda ser el objeto del derecho y a la necesidad de establecer acuerdos específicos sobre algunas reglas en las que no se quiera efectuar delegaciones al legislador (en materias como educación o seguridad social).

Finalmente, como consecuencia de la distorsionada importancia que ha adquirido en las últimas décadas la relación exigibilidad-justiciabilidad de los derechos fundamentales producto del uso excesivo del recurso de protección, un aspecto central de la discusión sobre derechos fundamentales será el rol que jugará una eventual nueva justicia administrativa. En esta discusión, deberá procurarse racionalizar el uso de tutelas o amparos constitucionales de derechos a hipótesis restrictivas que incluyan aspectos como exigencias procesales o estándares de revisión judicial. Hoy son demasiadas las distorsiones que han generado las interpretaciones judiciales expansivas en diversos sectores como consecuencia del abuso del recurso de protección, lo que termina por erosionar la política democrática, que es en última instancia el foro dotado de legitimidad, capacidad técnica y responsabilidad para tomar las «decisiones trágicas» que necesariamente supone una provisión de bienes sociales en un país de recursos escasos.

CONCLUSIÓN

Estamos próximos a comenzar el tercer intento de alcanzar un acuerdo constitucional que proporcione una hoja de ruta a nuestro país para las próximas décadas, por lo que debemos tomarnos la discusión sobre el Estado Social y Democrático de Derecho con la mayor altura y seriedad posible. Esto supone hacer frente a las exigencias técnicas y normativas que exige la gobernanza contemporánea, y a no caer en la tentación de recurrir a herramientas constitucionales propias de mediados del siglo pasado. Sin un Estado moderno, dinámico y flexible que lo materialice, sin una estructura sofisticada de principios, reglas, instituciones y derechos que lo estructuren en la nueva Constitución, el Estado Social no será más que un slogan que puede erosionar más que legitimar la propuesta constitucional. El éxito en esta tarea puede entonces servir como una garantía para nuestra futura estabilidad democrática, en un doble sentido. Primero, porque puede estructurar las bases de un nuevo pacto social que sea percibido como justo y equitativo por la gran mayoría de los ciudadanos. Pero también porque podría erigirse como una defensa para enfrentar institucionalmente la amenaza real de los proyectos autoritarios y populistas que azotan al mundo entero y que ya acechan a nuestro país. No debemos engañarnos: esta amenaza gana terreno ahí donde no hay un Estado en forma que esté a la altura de las demandas y expectativas ciudadanas.