Toda comedia, aunque sea una madeja de equivocaciones, podrá desenredarse. Y es que no todos los diálogos han sido iguales.
¿Qué tiene el diálogo que no tenga el monólogo?
Mientras en la poesía antigua la voz inconfundible de un Homero, un Virgilio, una Safo, al declarar la realidad, la unificaban, en el teatro, en cambio, la voz inconfundible del autor se disuelve en muchas voces, que la fragmentan en algo así como la primera separación de poderes. Sófocles cantó como si Áyax y Filoctetes hablasen, como Edipo y Clitemnestra, o las ¿mellizas separadas al nacer? Ismene y Crisótemis. Esta capacidad de no existir personalmente se radicaliza con Shakespeare: las voces se contarán por miles y para cada cual habrá una profundidad insondable que apenas se enuncia.
Mientras en los diálogos de Platón o los de científicos y pensadores del Renacimiento asistimos a la conducción que el redactor de los diálogos hace del conjunto (¿un monólogo disfrazado de diálogo?), en los diálogos de la tragedia clásica a veces no sabemos hacia dónde vamos, y si lo sabemos, es porque se ve que viene feo. En muchos de estos intercambios no hay acuerdo posible. Sus personajes no hacen más que chocar entre sí. Más que la razón impura, los gobierna la pura pasión o unas fuerzas incontrolables que remiten a dioses ególatras. Mientras en Platón, algunos personajes no se cansan de asentir ante la desesperante sabiduría de Sócrates, en esos diálogos de la tragedia aquellos no hacen más que disentir. Cada uno de ellos lleva al límite la mejor versión de su sinrazón, al punto que configuran una racionalidad siniestra.
Pero hay más. A diferencia de Shakespeare y muchos modernos, en los clásicos las acciones más importantes no ocurren a vista y paciencia del público. Mientras Romeo y Julieta se suicidan con obsceno exhibicionismo, el suicidio de Hemón y Antígona tiene lugar al interior de una lejana caverna, de la cual solo sabemos gracias a rumores que se ventilan por nuestros oídos. De ahí que las tragedias griegas no sean violentadas por hechos explícitos. Todo en ellas es comentario, su violencia es procesada, bien o mal, en las palabras, sin flagrantes escenas del delito. Es decir: el diálogo está muy exigido.
Después de que en su Naúsea se hubo dedicado a destruir incluso la posibilidad de relatar cualquier cosa, Sartre se entregó a la redacción de diálogos en los que tampoco se ve escapatoria, aunque más por culpa suya que la de sus propios personajes (¿otro monólogo encubierto?).
Que el diálogo pueda conducirnos al acuerdo, a una solución pacífica tal vez negociada, acaso hilarante, fue en buena medida un aporte de la comedia, especialmente la latina. Ni trágico ni filosófico ni científico, este diálogo no tuvo por protagonistas a impunes miembros de casas reinantes, sino que a carne y hueso común y silvestre del pueblo llano. Curiosamente, es con esta vida de la calle que tiene ocasión la tratativa comercial del contrato. Toda comedia, aunque sea una madeja de equivocaciones, podrá desenredarse. Y es que no todos los diálogos han sido iguales.