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El anillo

Joaquín Trujillo S..

El anillo

La tentación de servirse de instrumentos ajenos para lograr un fin bueno es un clásico de los dilemas morales, pero también políticos.

Desde muy antiguo, el anillo funciona como una alegoría del poder, pero, a diferencia de coronas y cetros, reliquias con las cuales se exhibe a diestra y siniestra, el anillo se corresponde mejor con uno discreto, que puede ser atesorado, secretamente empuñado, apenas lucido. En su íntima dimensión, el anillo concentra ese poder.

También es un símbolo del enlace como el del matrimonio. En este, ambos anillos hablan de poderes recíprocos, los que mutuamente se ejercen, como en todo contrato.

Hay muchos sentidos del anillo. Está el del ciclo. Lo que empieza en un punto debe acabar necesariamente en uno similar, aunque ya con un nuevo recorrido a cuestas. Es la idea que proclamaba la divisa de María Estuardo: en mi principio está mi fin. Aquí, el anillo nos advierte que todo lo que hacemos tiene una consecuencia sobre nosotros mismos, querámoslo o no, y que muchas veces aquella guarda una simetría inquietante con el origen a partir del cual se desencadenó un determinado proceso. No está de más recordar que, visto así, el anillo prefigura que algunos ciclos son breves, cortos como el perímetro de un anillo, de tal suerte que las consecuencias de nuestros actos sobrevienen pronto, no se tardan la eternidad de un ciclo largo como el de planetas gaseosos.

Porque, en efecto, y aunque dependen de su velocidad, hay ciclos cortos, pero también muy largos. Cuando se cree que el país ha caído definitivamente en manos de un lumpen exhibicionista propio de una modernidad deteriorada, reaparece la figura tardomedieval del caballero templario, que sofoca de envidia a metrosexuales biempensantes. Y así, aquí y allá un ciclo corto o largo está iniciando o completando su anillo.

El anillo es muy problemático. Uno de los pasajes más extraordinarios de los evangelios es aquel en que el sofisticado Satán ofrece a Jesús de Nazareth el poder sobre todos los reinos del mundo, que al mal le pertenecen. La tentación consiste en lo siguiente: ¡Cuánto bien podría hacer la suma bondad si contara con tal suma de poder! Jesús rechaza la oferta del ángel malo. Pues, como dirá parcamente ante Pilatos, su reino no es de este mundo. No era un hablantín astutillo.

La tentación de servirse de instrumentos ajenos para lograr un fin bueno es un clásico de los dilemas morales, pero también políticos. Suele ocurrir en estas fábulas, que el instrumento, una vez ya en nuestra posesión, no era lo que creíamos. El anillo, que nos daría el poder, ha engrillado nuestras manos, restándonoslo. Y ahora, para nuestra desgracia, nos muestra que no existe instrumento absolutamente idóneo, vale decir, que lo que parecía ser (aquello para lo que servía) fue el resultado de circunstancias nada permanentes. Por eso los ambicionados anillos del poder muchas veces completan su ciclo convirtiéndose en esposas o grilletes.

Si la Constitución es un instrumento, la pregunta que cabe hacerse será cuál sea su relativo poder. ¿Y su ciclo? Claramente, ya tenemos a la vista víctimas patéticas del goce de este anillo. ¿Cuáles serán las próximas?