La Tercera
Opinión

El desorden de las patotas

Joaquín Trujillo S..

El desorden de las patotas

Si Chile pretende mantenerse en el mapa como sociedad viable (no pocos países bastante más longevos han sucumbido) debería ocuparse en erradicar el orden de las patotas, que es en realidad un desorden que no deja ni maleza a su paso.

Cuando era niño me fijaba en las personas que se comportaban medianamente bien individualmente y pésimo si estaban en grupo. Extraño, porque uno diría a primeras que las personas se saben comportar mejor bajo la mirada de otras tantas, y tal vez peor si el testigo de su comportamiento se reduce a una o ninguna. ¿Qué hace que un grupo empeore la conducta de sus integrantes por separado en lugar de mejorarla? ¿Tendrá que ver el cara a cara que las muchas caras diluyen?

Hace tiempo que las patotas explican muchas cosas. Las llamadas invasiones bárbaras, que acabaron por destruir el Imperio Romano, y que, en definitiva, provocaron que el siglo VI d.C. fuera horrible comparado con el I d.C., fueron eso, movilización de patotas que aprovecharon la fragilidad constitutiva de las complejas ciudades para dejarlas reducidas a escombros. Luego, al ocurrir lo obvio, es decir, que otras patotas quisieron también realizarse en el negocio de la demolición y el pillaje, las patotas incumbentes erigieron fortalezas amuralladas para defenderse y se quejaron de la violencia desatada. A esta presencia de fortalezas bien amuralladas, y defendidas por guardia privada, que vinieron a reemplazar las delicadas ciudades y sus abiertos palacios se le llamó Edad Media, tiempo de cerrados castillos. La Iglesia Católica intentó imprimirle un poco de la vieja sofisticación romana, pero en ese esfuerzo se vinculó demasiado con la bestia a la que intentaba domesticar.

Las patotas atronaron otra vez en la época de las revoluciones políticas. Sus cánticos de identidad infinitesimal son tristemente desagradables. Entonces, el tufo de partido hace de la patota su material principal. El entendimiento entre individuos, todo signo de urbanidad, se hacen sospechosos de traición. Lo importante son los complejos dentro de los cuales la patota se ensimisma y brinda por sí misma.

Mientras tanto, el roce personal es suplantado por el lobo estepario. Locos, pillos, díscolos, pero cada uno por sí solo campea en los sitios eriazos dejados por el paso de las patotas, e instala ahí su tinglado. No en todos los casos, pero sí en muchos, tienen en el cara a cara el comportamiento del sociópata, que se obsesiona y descarga sobre la víctima solitaria.

En la zona latina las patotas han logrado buena prensa. Las muchedumbres sedientas de justicia creen tener derecho a legislar, juzgar y ejecutar… después, a alzarse de hombros y reclamar: ¡Fue Fuenteovejuna! (o sea, fuimos todos, por lo tanto, ninguno). Y como cualquiera sea la patota aspira a la santidad de la infalible mayoría, necesita autoconvencerse de la buena voluntad de sus miembros, y para eso termina encubriendo a sus peores elementos, muchos de los cuales se sirven deliberadamente del efectismo de patota para garantizarse impunidad.

Si Chile pretende mantenerse en el mapa como sociedad viable (no pocos países bastante más longevos han sucumbido) debería ocuparse en erradicar el orden de las patotas, que es en realidad un desorden que no deja ni maleza a su paso.