22 de diciembre de 2013
Opinión

El Estado contraataca

Sergio Urzúa.

Michelle Bachelet obtuvo un importante triunfo en la pasada elección presidencial. Qué duda cabe. Su campaña, más caracterizada por los eslóganes que por la discusión de los complicados detalles de su ambicioso programa, casi no tuvo errores. Pero, terminado el largo proceso electoral, ha llegado el momento de mirar el futuro con sentido de realidad. En hora buena, pues el país enfrenta el desafío de alcanzar el desarrollo y no hay tiempo que perder.

En lo económico, el programa de la futura Presidenta plantea cambios mayúsculos. Mucho se ha escrito respecto de la reforma tributaria, por lo que no voy a aburrir con las dificultades de su implementación y el hecho de que de pro inversión tiene poco o nada. Tampoco vale la pena insistir en la cuestionable conveniencia de una AFP estatal o en la regresividad de gratuidad en la educación superior. Son todas medidas complejas que, de seguro, el equipo económico de la futura Presidenta ha repensado, luego de los múltiples cuestionamientos técnicos que emergieron durante la campaña.

Pero me quiero referir al tema laboral. Existe consenso en que modernizar —es políticamente incorrecto hablar de flexibilizar— el mercado del trabajo es prioritario. Nuestra antigua y parchada legislación se ha transformado en una camisa de fuerza, que no se siente cuando la economía anda bien, pero que molesta mucho cuando la cosa anda mal. Y —para qué nos vamos a engañar— los excelentes números en materia de empleo y salarios de la actual administración no han sido producto de profundas reformas microeconómicas en este mercado.

Por eso sorprende que, más allá del cerrado apoyo dado por la CUT y el PC, poco se haya hablado de las propuestas en esta materia de la futura Presidenta. ¿Qué se plantea? En lo esencial, tres ejes: fortalecimiento de la negociación colectiva y actividad sindical, fomento a la participación laboral y un nuevo sistema de capacitación.

Como se lee en el programa, el primer eje busca “aumentar los salarios de los trabajadores” a través del “aumento de su poder de negociación dentro de la empresa”, mientras que los dos últimos son reconocidos transversalmente como esenciales para consolidar el positivo dinamismo del mercado laboral.

Si bien falta información para tener una opinión acabada de las iniciativas en su conjunto —el demonio está en los detalles—, una cosa es clara: el programa relega a un segundo plano a los empleadores. El hecho preocupa, porque avanzar en materias laborales requiere acuerdos entre las distintas partes, los que no florecen automáticamente por una mayor acción del Estado. Además, en este sector, guste o no, sabemos que iniciativas conectadas con las necesidades de las empresas tienen mayor eficacia en el largo plazo. Chile requiere más de este tipo de recetas. Solo queda apostar a que estas se incorporen al conjunto de propuestas del nuevo gobierno.