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El laboratorio político de la década de 1820

Juan Luis Ossa S..

El laboratorio político de la década de 1820

Luego de doce años de investigación en archivos chilenos y extranjeros, me encuentro escribiendo los últimos capítulos de un libro que recorre las diversas formas de acción política durante la importante década de 1820.

Luego de doce años de investigación en archivos chilenos y extranjeros, me encuentro escribiendo los últimos capítulos de un libro que recorre las diversas formas de acción política durante la importante década de 1820. La hipótesis central propone que el paso de un sistema monárquico a un régimen republicano fue el resultado de un largo y sinuoso proceso revolucionario en el que agrupaciones de muy diversa índole se disputaron, tanto pacífica como violentamente, los espacios de poder surgidos de las cenizas del imperio español.

No hay acuerdo entre los historiadores respecto al peso y relevancia de dicha década. Para algunos, fueron años de gran incertidumbre político-militar, en los que los gobiernos se sucedían “anárquicamente” producto de la incapacidad de las “facciones” en conflicto de erigirse como alternativas a la antigua legitimidad del rey. Para otros, se trató de un tiempo de rica experimentación política para salir de la crisis provocada por la caída del rey Fernando VII en 1808.

Como suele ocurrir cuando leemos y escribimos historia, ambas posiciones son plausibles y ninguna debe descartarse de plano. Puesto a elegir tiendo a pensar, no obstante, que la segunda es analíticamente más provechosa: la idea de la década de 1820 como una suerte de “laboratorio experimental” arroja luz sobre las muchas posibilidades que entraron en juego a raíz de la independencia. En efecto, que Chile terminara siendo una república no era obvio ni esperable, como tampoco que ella adoptara el cariz liberal/conservador que se aprecia en el origen de la tradición constitucional chilena.

Valga esta clarificación no sólo para enfatizar que las cosas pudieron haber sido distintas, sino también para dar cuenta de un aspecto pocas veces tocado por una historiografía que a ratos está más preocupada de enjuiciar que de comprender: por muy “anárquica” que hayan sido los proyectos en disputa, fue en esos años que se puso en práctica una forma de hacer política más reformista que refundacional, más consensual que rupturista, más moderada que radical.

Así se desprende de los artículos de prensa y de los debates parlamentarios de la época, sobre todo en los que, con posterioridad a 1824, se concentraron en diseñar una arquitectura constitucional que asegurara -entre otros principios- la igualdad ante la ley, la separación de los poderes del Estado y la libertad de imprenta. La Constitución de 1828 fue el documento donde quedaron establecidos esos pilares fundamentales de la historia política de Chile.

La disputa por el poder no se dio, sin embargo, en un plano únicamente institucional. El faccionalismo que aparece en las polémicas doctrinarias tuvo un correlato dramático en el campo de batalla: a partir de 1826 la sociedad chilena se vio inmersa en una serie de sucesos violentos que pusieron en jaque a la nueva legitimidad republicana, desde motines a conflictos sediciosos que más temprano que tarde se dirimirían en una sangrienta guerra civil.

Para 1829, la sociedad chilena se encontraba tanto o más dividida que quince años antes, cuando la revolución independentista recién comenzaba. Una diferencia era clara y notoria, en todo caso: al terminar la década ya nadie ponía en duda que la república había llegado para quedarse. De ahí en más el objetivo de los grupos dirigentes sería dar forma a esa república, considerando posiciones más o menos “liberales”, más o menos “conservadoras”, según quién y cómo las defendiera. El laboratorio comenzaba poco a poco a rendir sus primeros frutos.