Pues la muerte es eso, la radical ausencia de explicación. Las religiones supieron darle un sentido: en la vida eterna en esta Tierra o en otros mundos. Si hasta las doctrinas políticas progresistas forman, en cierta medida, parte de lo mismo, también pretenden que los muertos, sean héroes o mártires, hayan servido para acceder a un tiempo mejor.
En su olvidado libro “La ciudad antigua” (1864) —uno que los viejos chilenos leyeron mucho—, el historiador francés Fustel de Coulanges explicaba que los seres humanos antiguos vivían en torno a sus muertos. Como que el cementerio era la plaza pública, porque el culto a los ancestros constituía una especie de religión oficial.
Todavía en el siglo XX, el filosofo sordo Charles Maurras sostenía que el territorio pertenecía a quienes tuvieran a sus deudos sepultos en él.
Hoy esta visión nos resulta ajena. Los muertos, muertos están. Practicamos, de alguna manera, aquella sentencia de Epicteto según la cual la muerte es el deterioro de la vida. Y aunque continuamos aquí nos encontremos señores y dueños de este mundo.
Sin embargo, hay no poco de soberbia en eso. Resulta que la inmensa mayoría de los seres humanos que han habitado el planeta Tierra están muertos (110.000 millones). Los vivos, en cambio, integramos una minoría (8.000 millones). El crecimiento demográfico unido a la esperanza de vida nos hace pensar que esa fracción se hará cada vez más importante, lo que tiene también de ilusorio.
En el pasado, auges de este tipo han sido frustrados por hambrunas, pestes y guerras, asuntos acerca de los cuales hemos vuelto a enterarnos recientemente. Y el de las guerras es un caso paradigmático. Fue el poeta Esquilo que afirmó que, en estos enfrentamientos, como en otro del mandatario rey: “los muertos matan a los vivos”. Porque, en efecto, en las conflagraciones humanas, desde luchas familiares hasta internacionales, son en buena medida heredadas, traspasadas de generación en generación durante cientos y hasta miles de años.
Uno de los personajes fundadores del teatro moderno, el Hamlet de Shakespeare, por ejemplo, desencadena una mortandad general a partir de los mensajes que le entrega un supuesto fantasma. Y ni hablar de los conflictos de Medio Oriente. Quienes los remontan a Isaac e Ismael, hijos de Abraham, no se equivocan del todo.
Mención aparte el género fantástico sobre los difuntos o muertos-vivos. Dos novelas de terror nos siguen atrayendo. La historia de la criatura perturbadora construida con trozos de cadáveres (Frankenstein o el moderno Prometeo) y la del aristócrata eterno de Transilvania que se alimenta exclusivamente de la esencia de la vida ajena, o sea, la sangre de los otros. (Drácula).
Estos monstruos habitan las pesadillas de la Ilustración. El primero porque es creación de la ciencia; el segundo porque ella se desespera al no saber cómo explicárselo.
Pues la muerte es eso, la radical ausencia de explicación. Las religiones supieron darle un sentido: en la vida eterna en esta Tierra o en otros mundos. Si hasta las doctrinas políticas progresistas forman, en cierta medida, parte de lo mismo, también pretenden que los muertos, sean héroes o mártires, hayan servido para acceder a un tiempo mejor.
Y, sin duda, uno de los versos más extraordinarios sobre esta cuestión se lo debemos al poeta Rainer María Rilke: “Señor, da a cada uno la muerte propia / y una muerte que de cada vida brota”
No podemos aspirar a más.