Aun cuando la futura Ley Fundamental deberá seguir ideas y líneas matrices fácilmente reconocibles en la tradición constitucional, su articulado habrá de responder asimismo a las urgencias y necesidades del presente.
Aquí vamos otra vez: luego de tres meses de arduas negociaciones, tenemos por fin un acuerdo para continuar el proceso constituyente. A mi entender, lo pactado el 12 de diciembre es un muy buen paso para llevar a cabo el viejo anhelo de escribir una Constitución en democracia; una que no sea propiedad de ningún sector político, sino el resultado de un diálogo entre las distintas fuerzas políticas que coexisten en el país.
Por supuesto, la redacción de un nuevo pacto constitucional supone algo más que una acumulación de buenas intenciones. De hecho, es muy probable -incluso deseable- que en una sociedad compleja como la chilena los conflictos y las discrepancias nunca desaparezcan, en especial en áreas donde los disensos pueden ser a veces más virtuosos que los consensos forzosos. La pretensión de que el cambio constitucional resolverá todos nuestros males no sólo es ingenuo, sino que pierde de vista que las constituciones funcionales son aquellas que dejan suficiente espacio a la deliberación posterior (y, por tanto, al choque de opiniones divergentes).
Ahora bien, luego de la frustrada experiencia de la Convención y de la derrota histórica que sufrió la izquierda radical en el plebiscito del 4 de septiembre, es de esperar que tanto los expertos como los consejeros utilicen esta oportunidad para acordar algunos principios clave que permitan ordenar la convivencia política.
Principios de primera y segunda generación (como aquellos que están recogidos en nuestras constituciones históricas y que apelan a la igualdad ante la ley, al debido proceso o al acceso garantizado a ciertos bienes y servicios económicos y sociales), pero también de tercera y cuarta (como los derechos colectivos e informáticos, respectivamente).
Esto quiere decir que, aun cuando la futura Ley Fundamental deberá seguir ideas y líneas matrices fácilmente reconocibles en la tradición constitucional, su articulado habrá de responder asimismo a las urgencias y necesidades del presente.
El cuidado del medioambiente, por ejemplo, no era un objetivo transversalmente compartido hace unas décadas; hoy, desentenderse del cambio climático y de las acciones humanas para mitigar sus consecuencias es simplemente impensado. Podrán haber diferencias en el uso de los conceptos (“conservación” no es lo mismo que “protección”), pero no cabe duda de que el crecimiento sostenible y sustentable dejó de ser un caballito de batalla de unas pocas ONG’s de izquierda.
Otro tanto puede decirse de la conectividad, un problema históricamente relacionado con las formas de conexión aérea, marítima y terrestre entre las periferias y los centros, pero a lo cual se le suma ahora la conectividad digital. Si lugares apartados como Colchane o Chaitén no cuentan con un buen acceso a internet, entonces sus habitantes difícilmente podrán disponer de los beneficios del siglo XXI, los que van desde la educación a distancia hasta la telemedicina.
Las desigualdades de acceso que todavía existen en estas materias no se resolverán por decreto, claro está. Sin embargo, vale la pena ser conscientes de la multiplicidad de frentes que debe abarcar una Constitución, aunque ese abarcamiento sea sólo superficial. Las constituciones son, en efecto, como una gran red de sistemas y subsistemas que se tocan y entrelazan, de la misma forma que una sociedad está compuesta de interacciones cooperativas que pueden ser más o menos coordinadas dependiendo del tiempo y del espacio en el que ocurran.
Una de las principales razones del fracaso de la propuesta de la Convención tuvo que ver con sus incoherencias internas y su falta de coordinación sistémica. Por un lado, el Estado regional prometía una descentralización estructural; por el otro, el bicameralismo asimétrico implicaba el debilitamiento de las regiones en las instancias nacionales de representación. Algo similar sucedió en la discusión sobre el pluralismo jurídico: se pretendió superar las desigualdades históricas de las que han sido objeto los pueblos originarios mediante la introducción de un régimen judicial que tendía a beneficiar a unos por sobre otros.
El nuevo camino constituyente debería considerar estos aprendizajes y sacar conclusiones de corto, mediano y largo plazo. Lo más importante es no perder de vista para qué sirven las constituciones y cuáles son sus radios de acción. Al mismo tiempo, el contenido debería ser deferente con el conocimiento acumulado durante dos siglos de republicanismo constitucional, así como fijar objetivos coherentes y debidamente coordinados los unos con los otros. No son muchos los países que se topan de bruces con una segunda oportunidad. No la desperdiciemos.