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El sistema político: la madre de todas las batallas

Juan Luis Ossa S..

El sistema político: la madre de todas las batallas

Suele decirse que la definición del sistema político es la “madre de todas las batallas”. Luego del estallido social y producto de las múltiples crisis que nos aquejan, esa frase parece ser más cierta que nunca.

Existe consenso en la literatura de que el sistema político chileno no puede seguir funcionando como lo ha hecho en los últimos cinco años. Dicho sistema está compuesto de tres pilares: un régimen supuestamente “hiperpresidencialista”, una ley electoral con características proporcionales y un número muy alto de partidos. La combinación de esos elementos nos tiene sumidos en la ingobernabilidad. Veamos.

Lo primero es aclarar que el presidencialismo chileno no es tan poderoso como se cree, no sólo porque los gobiernos se enfrentan diariamente a una serie de contrapesos (el Congreso, el poder Judicial, la Contraloría, el Banco Central, el Tribunal Calificador de Elecciones, entre muchos otros), sino porque muchos de nuestros diputados y diputadas han pasado por alto, desde 2019 a la fecha, cuestiones tan relevantes como la iniciativa exclusiva presidencial. Ahí están los retiros de los fondos previsionales como botón de muestra.

Buena parte de la responsabilidad del debilitamiento progresivo de la autoridad presidencial recae en el régimen proporcional, el cual fue diseñado para dotar de representatividad a los grupos históricamente excluidos por el binominal. El problema es que muchos de esos grupos que hoy tienen representación parlamentaria no cuentan con programas doctrinarios reconocibles y de largo aliento. ¿El resultado? El discolaje está a la orden del día y la debida mediación que uno esperaría de los políticos brilla por su ausencia.

Es tanta la dispersión en el Congreso que los presidentes difícilmente pueden llevar a cabo sus programas. Lo vivió Sebastián Piñera en su segunda administración y hoy lo está experimentando el presidente Boric, cuya capacidad de negociación está más relacionada con el pirquineo de votos que con una estrategia propiamente ideológica. Así las cosas, reformar el sistema debería ser una prioridad para todos aquellos que creen que la política es algo más serio e importante que una acumulación desprolija de intereses divergentes.

Ocurre, sin embargo, que los parlamentarios no tienen grandes incentivos para cambiar lo que para ellos funciona bien: ¿por qué modificar el régimen electoral si las barreras de entrada para llegar al poder Legislativo son comparativamente muy bajas? ¿Para qué subir las exigencias del proceso de conformación de partidos si la posibilidad de cambiar de afiliación política es relativamente alta? Como bien dijera el exconvencional Hernán Larraín Matte en un encuentro reciente en el CEP, la incumbencia de la cual son presos los diputados y diputadas les impide ver más allá de su inmediato radio de acción.

¿Estamos condenados a vivir y morir con este sistema político? No, por supuesto que no. De hecho, la discusión constituyente todavía en curso es el lugar para comenzar a resolver las fallas estructurales que hemos anotado arriba. No todo se arreglará en el articulado de la futura Constitución. No obstante, es allí, en la Ley Fundamental, donde habremos de definir las reglas que nos permiten alcanzar mayores grados de eficacia y gobernabilidad. En el caso chileno, es más probable que esas reglas se resuelvan de mejor manera si los constituyentes no tienen ambiciones de corto plazo, como sí las tienen, insisto, los diputados y diputadas.

Suele decirse que la definición del sistema político es la “madre de todas las batallas”. Luego del estallido social y producto de las múltiples crisis que nos aquejan, esa frase parece ser más cierta que nunca.