El Mercurio, 28 de julio de 2018
Opinión

En defensa del neoliberalismo

Sebastián Edwards.

En ‘The Good Society’ , Lippmann argumentó que era menester cambiar la institucionalidad legal en democracia.

En Chile, «neoliberal» se usa como descalificativo, como sinónimo de desalmado, codicioso y calculador; un «neoliberal» es alguien que desconoce la empatía e ignora la solidaridad.

La manera más fácil de destruir a un adversario es tildándolo de «neoliberal».

En un video reciente, la historiadora Lucía Santa Cruz explica porqué no es neoliberal. Flanqueada por los senadores Felipe Kast y Jaime Quintana, nos dice con vehemencia, y con su nuevo libro en las manos, que es una «liberal clásica».

Hace unas semanas, Agustín Squella nos dio su versión sobre el neoliberalismo. Su análisis empieza más o menos bien -explica los orígenes del término -, pero rápidamente cae en caricaturas, clichés y lugares comunes. Según Squella, para el neoliberal lo único importante es la economía. Las artes, la literatura, y las humanidades serían añadidos con escaso valor. El filósofo nos asegura que los neoliberales propician el capitalismo salvaje, «competencia a todo dar y en todos los planos de la vida». Agrega que «de lo que se trata es de alcanzar las frutas más altas y maduras… sin importar si para hacerlo algunos ponen los pies sobre las cabezas de los que vienen más abajo».

Todo lo anterior es incorrecto y nada tiene que ver con el neoliberalismo genuino.

El término neoliberal fue acuñado en 1938 en una conferencia en París. El «Coloquio Lippmann» fue convocado para celebrar la publicación en francés del libro «The Good Society» del estadounidense Walter Lippmann. En el evento participaron pensadores que posteriormente fundarían la sociedad Mont Pelerin, incluyendo el futuro premio Nobel Frederick Hayek.

Walter Lippmann fue uno de los periodistas más influyentes de su época. Políticamente, fue un «progresista». Fue amigo del presidente Franklin D. Roosevelt y de John Maynard Keynes. Sus columnas, publicadas en el Herald Tribune, eran leídas por millones de personas.

A mediados de la década de los 30 del siglo XX, Lippmann empezó a preocuparse por lo que llamó la ascendencia del «colectivismo autoritario». Para él, fascistas, nacionalsocialistas, y comunistas estaban poniendo en jaque a las democracias representativas. Los partidarios de la planificación, dentro de la administración Roosevelt, también representaban un peligro.

Lo preocupante, según Lippmann, era que Occidente no tenía respuestas a estas amenazas. No había un modelo que se contrapusiera en forma exitosa al colectivismo. El liberalismo clásico no era persuasivo, ni tenía respuestas a los desafíos del momento, como el desempleo masivo, los abusos de los conglomerados monopólicos, y la deflación; su insistencia en el laissez faire había culminado en la Gran Depresión.

En 1935, Lippmann escribió una columna adelantando lo que luego plantearía en su famoso libro. Dijo que para enfrentar a estos autoritarismos era necesario fomentar un «liberalismo regenerado». Este sistema estaría basado en un nuevo contrato social: «uno que no sería ni laissez-faire ni colectivismo, ni individualismo a ultranza ni economía planificada». Según Lippmann, este nuevo liberalismo debía «usar el poder para preservar la empresa privada por medio de la regulación de sus abusos y la búsqueda del equilibrio de sus deficiencias».

Este liberalismo regenerado no solo protegería la propiedad privada; además cuidaría el medio ambiente y los recursos naturales; ayudaría a los desvalidos, impulsaría ciudades amables, y protegería a aquellos afectados por el rápido avance del progreso tecnológico. Lippmann también creía en la necesidad de seguir políticas fiscales y monetarias contracíclicas para aminorar los efectos del ciclo económico.

Para Lippmann, el desafío era cómo alcanzar todo lo anterior. Cómo evitar los vicios de la derecha y de la izquierda, las que según él siempre habían amparado «el proteccionismo, los privilegios y los monopolios».

En «The Good Society» Lippmann argumentó que era menester cambiar la institucionalidad legal en democracia. Si se establecían nuevas reglas del juego que equilibraran competencia y seguridad social, un nuevo sistema se desarrollaría en forma espontánea. Había que evitar a toda costa la injerencia directa de la autoridad intrusa, burocrática y pesadamente administrativa.

Como se puede ver, en este planteamiento original sobre «neoliberalismo» no hay capitalismo salvaje ni competencia a ultranza; tampoco pisoteo de los más débiles, o ausencia de regulación.

Durante las últimas décadas, en Chile (casi) no ha habido liberales; tampoco neoliberales, en el sentido de Lippmann. La derecha nacional ha estado dominada por conservadores integristas y, desde hace un tiempo, por neoconservadores llenos de energía. Pero eso es tema de otra historia.