Si fuera cierto que la bandera sigue siendo el símbolo de moros y cristianos, y toda lucha no sea más que pugna por el control de la estrella, sin deshacerse de los otros colores, la cosa no es para tanto.
Años atrás, en no recuerdo cuál medialuna del valle central, una señora que, a través de los anteojos de sol, veía a su marido montado a caballo y corriendo frenético en el rodeo local, se dijo en voz alta: ¡Qué peligroso! Los huasos deberían ocupar esos cascos de ciclistas y no sombreros, por si les ocurre un accidente.
La señora tenía razón. Los huasos deberían aprender de los ciclistas. ¿Y los ciclistas, de los huasos? No sé, que en el agro crece más que soya.
En los campos la sociedad se divide en dos grupos: la gente de a pie y la de a caballo. Quien sabe montar va más rápido, logra un punto de vista ¿más elevado?, realiza demostraciones ecuestres.
La aparición de las bicicletas probó que se podía ir tan veloz (aunque no tan alto), si bien utilizando la tracción de un animal que era el propio jinete. Este aprovechamiento de energía no se logra con los caballos. Pero los huasos (cuando son de verdad) hacen algo que los ciclistas no: producen montañas de alimentos, energía para el consumo de todos y todas.
En 1910 se celebraba el primer centenario de la joven República de Chile. El pensador uruguayo José Enrique Rodó, que se hacía presente junto a la delegación de su país, en un legendario discurso decía que América había tenido la abundancia, pero que Chile, la energía (“el ejemplo que primero acudía a nuestra mente”). Y reflexionaba sobre la estrella que luce sobre el azul de la bandera.
En la escuela rural en la que estudié la bandera era muy importante. Se la izaba todos los lunes mientras cantábamos la Canción Nacional. Se nos repetía que el rojo de la bandera representaba la sangre de Arauco que corría por nuestras venas. El blanco, la Cordillera de los Andes. El azul, el inmenso Océano Pacífico y la estrella, la unidad del Estado de Chile.
Desde aquel tiempo, he escuchado otras versiones de lo que esos colores significan. Son los mismos de la escarapela tricolor en la Revolución Francesa, llamada “real y burguesa”, que La Fayette impuso al rey Luis XVI, y que este se colocó en su sombrero.
Porque, en general y si tiene más de uno, toda bandera es una yuxtaposición y no una mezcla de colores. Sus colores simbolizan misterios más o menos incompatibles que, sin embargo, no pueden dejar de ir juntos.
La exhibición bélico-cletero-ecuestre del domingo recién pasado, que a ratos se transformaba en un collage animado entre Peter Brueghel y Henri Rousseau, nos recuerda que los colores primarios han reducido nuestra sociedad a dos polos que se repelen. La discusión girará en torno a si las partes y sus colores, siguen o no en unidad. Si fuera cierto que la bandera sigue siendo el símbolo de moros y cristianos, y toda lucha no sea más que pugna por el control de la estrella, sin deshacerse de los otros colores, la cosa no es para tanto. Repito, si eso fuera realmente cierto. Pues culpar de todo el ultraje contra nuestro precioso emblema a los seguidores criollos del transformista Divine -¡otros hasta lo tiñeron de negro!- es claramente deshonesto. Transmutando a Oscar Wilde: los cobardes ensucian con palabras, y los temerarios con…