La Tercera
Opinión

Hacerse el leso

Joaquín Trujillo S..

Hacerse el leso

Durante esta pandemia, si es usted uno de los que puede quedarse en casa, no malgaste su tiempo informándose en tiempo real de los estragos.

Las pandemias son momentos en que la ignorancia revela que es hermana de la muerte. La ignorancia, que en tiempos caracterizados como normales puede dificultar las cosas pero no estropearlas del todo, en estos episodios devela su cara mortífera, revela hasta qué punto es terrorífica. La estoica observación de Jürgen Habermas, hace semanas, a propósito del virus, traza esa línea: el virus nos saca en cara nuestra ignorancia.

La historia de las epidemias da la razón al viejo filósofo alemán: no dejan de ser letales hasta que no se alcanza cierto grado de inmunidad, pero todo el problema está en conseguir que esa inmunidad se acelere, y que, mientras no acontezca, la prevención y la mitigación sean efectivas, o sea, el conocimiento práctico, antes, durante y después, no falle.

Lo dicho hasta aquí no deja de ser una trivialidad si no fuera porque existe otro aspecto a considerar y que resignifica el problema que es la ignorancia.

Se trata de la manera en que esquivamos el conocimiento, en que nos hacemos los lesos. ¿Hacerse el leso durante una pandemia? ¿No sería una estupidez que puede costar caro?

La historia de la peste negra que estos días ha vuelto a las portadas vio nacer una obra eximia de la literatura: El Decameron. Este monumental conjunto de cuentos y novelitas, organizado en varias jornadas, fue escrito por su autor, Giovanni Boccaccio, durante —se cree— y tras —se sabe— los estragos de dicha peste. En El Decameron los personajes, recluidos en el campo para evitar la pestilencia de la ciudad, se turnan para narrarse cuentos, a menudo picarescos, unos mejores que otros, en una especie de reality-show conformado por stand-up que se desarrollan durante una cuarentena o encierro al aire libre. Los mismos relatos se van purgando de los temas más pueriles hasta alcanzar los más virtuosos. Además de que su autor haya tenido la capacidad, la fortaleza mental de hacerse el leso respecto del terror de la peste, para así concentrarse en componer este reputado clásico, es revelador que en el propio relato los personajes también se hagan los lesos a fin de sobrellevar el aislamiento: es una muestra de cómo cierto grado de voluntaria ignorancia es terapéutico, nos aparta de la vorágine de informaciones en tiempo real acerca de la muerte. En verdad, no se trata de una gran novedad: el clásico árabe, Las mil y una noches es un gigantesco mosaico compuesto de los cientos de relatos que la esclava Sherezade narra a su captor, a fin de que este vaya permanentemente posponiendo su muerte, la ejecución prometida. De tal suerte que la capacidad de narrar algo que no sea la muerte propia, de hacerse el leso respecto de ella, llegará a constituir la propia vida, e incluso, la condición de posibilidad de su riqueza.

No es casual que tantas editoriales y plataformas audiovisuales hayan liberado parte de su contenido en estos días. De cierta manera nos dan a entender con este gesto —tal vez frívolo para algunos— que, mientras no haya una cura, mientras no resolvamos nuestra ignorancia, la cura estará en hacernos los lesos sin desoír lo poco que se sabe.

Uno de los grandes filósofos de la antigüedad, que fue además el preceptor del emperador Nerón, fue Séneca. Séneca, que vivió en la opulencia pero supo de los estragos político-morales de su pupilo, fue además un dramaturgo que compuso tragedias, un género del espectáculo que los romanos despreciaban, o evitaban, en favor de las comedias, de las cuales fueron voraces consumidores. En una de sus tragedias, escrita prácticamente para la lectura —como si hoy pudiéramos contentarnos con leer el guion de una película en vez de verla—, Séneca hace decir a uno de sus personajes: “de lo más importante nunca se habla”. Nuestro cientificismo ha hecho de nosotros perros-de-Pavlov del conocimiento, considerándolo como lo único importante, lo único de lo que hay que hablar cuando se nos presentan estas cuestiones cruciales, de vida o muerte. Pero resulta que a veces he ahí precisamente la trampa, la tragedia de tener y deber saber, no aquello que el tiempo ha dado por sentado, sino aquello que el tiempo quita y pone en un fluir vertiginoso, engañoso y especialmente veleidoso.

Durante esta pandemia, si es usted uno de los que puede quedarse en casa, no malgaste su tiempo informándose en tiempo real de los estragos. Podrá enterarse por la historia. Pase su tiempo, si es que no lo consume por entero el teletrabajo y la prole ya no teledirigible, en todo aquello que le recuerde la vida, en la cual, pese a todo, sigue inserto. Lea el guión, que no es la película ni la vida misma, pero que, como los cuidados paliativos, permite vivir mientras tanto.