Pasamos de un extremo al otro, como fanáticos o escépticos que no aprendieron a guardar una justa distancia.
“Non plus ultra” son las palabras que, según el mito, Hércules colocó en el estrecho de Gibraltar para que los navegantes del mar Mediterráneo no traspasaran esa región en busca de territorios al oeste. Poco a poco, los aventureros desatendieron la prohibición y Ulises exploró los mares ignotos. Por lo mismo, Dante Alighieri, en su “Divina Comedia”, lo encontró en el Infierno, en el círculo destinado al castigo de los curiosos, esos que transgreden los límites que son también prohibiciones cuyos fundamentos se hunden en los océanos del tiempo antes de quedar reducidos a supuestas perlas de sabiduría.
Seguramente por eso -haber pasado a llevar el “non plus ultra” con las consecuencias que acarreó-, el ex Presidente de México exigió al Rey de España, que pidiera perdón por la conquista de ese país. En 1516, cuando a Hernán Cortés faltaban tres años para arribar a Tenochtitlan, el joven Carlos V, asumía el “plus ultra” como su lema, es decir, la opción contraría a la de Hércules, lema que se convertiría en el de todo el Imperio Español que atravesó ese otro gran muro que era el Nuevo Mundo para penetrar en el océano Pacífico, el más grande.
De ahí que todos los seres humanos seamos progenie o de Hércules o de Ulises. Los primeros observan estas señales, que van desde las señaléticas de tránsito hasta las que llamó Mateo “los signos de los tiempos” (Mt. 16:3). Los segundos, las pasan a llevar, las dejan devaluadas en absurdas supersticiones y se ríen de lo que estiman exageraciones. Las fábulas de la Modernidad nos repiten que son los de Ulises quienes logran grandes descubrimientos, desde los geográficos hasta los de la medicina, pasando por invenciones que siempre en un primer momento suscitaron escándalo, hicieron imaginar monstruos que emergerían de la naturaleza o de la tecnología, y que, a la larga, habrían sido para mejor.
Sin embargo, la época Moderna ha convivido también con los de Hércules, las tremendas potencias de la a veces juiciosa abstención. Ellas preguntan si acaso los seres humanos no estarán llamando progreso moderno a la demolición de la naturaleza humana que no es otra cosa que la acumulación insospechada de usos propiamente humanos, los que de tan acostumbrados ya no reconocemos como logros. Es, en cierta medida, lo que observaba Hannah Arendt en “La condición humana”. Ella sostuvo que, ante la posibilidad de invadir otros planetas, tiene más sentido cuidar el nuestro que huir de él a arruinar otros. De ahí que el “non plus ultra” suyo no nos dice que no haya otros mundos habitables, sino que los haríamos inhabitables si vamos allá con estos modales que tenemos.
Aristóteles vio la solución a esta polémica sobre las fronteras morales. Para él, la prudencia es la virtud que nos facilita el equilibrio. Cuánta razón tuvo McIntyre (el filósofo, no el luchador) cuando observó que ese mundo antiguo entrenado en la moral había sucumbido. Desde entonces pasamos de un extremo al otro, como fanáticos o escépticos que no aprendieron a guardar una justa distancia.