La historia no es una, son muchas. Y lo que los países ingeniosos hacen es descubrir en su pasado de infamia, el antepasado (figuradamente hablando) sobre cuyo ejemplo redefinir el futuro. El futuro sin pasado es el peor de los pasados: aquel que se repite, sin que lo sepamos.
Así es, hacemos o deshacemos a partir de algo. Una de las moralejas que ha dejado el proceso constituyente puede ser la siguiente. Nadie es completamente dueño de su destino, ni menos de su pasado. La mejor versión de nuestra vida individual o colectiva consiste en saber dónde estamos de tal suerte que no sea irrisorio dónde pretendamos ir. Por eso empezar desde cero y con soberanía absoluta (eso que se llama poder constituyente originario) es una equivocación que se parece a la locura.
Se ha alegado que toda nuestra historia institucional de Chile pertenece, a lo que Borges llamó, la historia universal de la infamia. Ciertamente hay mucho de eso, quizás tanto que cueste hallar trigo entre la paja. De ahí que no habría dónde encontrar un contenido legítimo para dar inicio a un nuevo proceso. No es así.
Hace un tiempo conversaba con un destacado columnista, lector de noticias y empresario de la radiofonía. Yo le preguntaba sobre la empresa familiar, cuál había sido la clave de su éxito. Él me respondió que su padre, el actor de Concepción, había hecho prácticamente todo y que ellos, sus hijos, sabido administrar el legado.
Me quedé pensando: qué respuesta más decente, aun si no fuera enteramente cierta. Estamos acostumbrados a exitistas que se atribuyen todos los méritos sobre lo que hacen y no hacen, o peor, que alegan que el cosmos entero les jugó en contra. La pregunta que habría que formularles es siempre la siguiente: ¿no hubo un padre, una madre, unos abuelos? ¿Algún amigo, un tío, una profesora, un cura? ¿Un vecindario, una iglesia, un club deportivo? ¿Nada te ayudó? ¿De nadie eres heredero? ¿Ni siquiera de un país medianamente pacífico en que confiar que volverás sano y salvo a casa? ¿O, por lo menos, una época en que no se sufrieron hambrunas, pestes, guerras mundiales o demasiado locales? ¿Un aire limpio que respiraste, un agua potable de la que bebiste? ¿Nada? ¿Acaso nadie despejó de piedras y arbustos los valles de cuyos frutos te alimentaste? ¿Se trazaron solos los caminos, canales, alcantarillado y el tendido eléctrico? ¿No hay ningún esfuerzo, con domicilio conocido o anónimo, individual o colectivo, del que te hayas servido? ¿No hubo Ningún Atlas sosteniendo el mundo en el que pudiera venir Prometeo a distribuir el fuego?
Pocas ideas tan nocivas como esa del hombre hecho a sí mismo. Si hasta el Génesis, el libro que cuenta el origen de los orígenes, dice que antes de que Dios hiciera el mundo ya había algo. Y entonces un lector mediadamente sincero, que no esté intoxicado por toda esa marihuana del ser y la nada, se pregunta si tal vez esa creación fuera más bien un viento que fue ordenando, diferenciando, designando todas las cosas, modelándolas.
Pensémoslo de esta manera. Cada uno de nosotros tiene un padre y una madre, dos abuelos y dos abuelas, cuatro bisabuelos y el mismo número de bisabuelas. 16 tatarabuelos en total, y así. ¿No habrá en nuestro pasado nada digno de considerar? La historia no es una, son muchas. Y lo que los países ingeniosos hacen es descubrir en su pasado de infamia, el antepasado (figuradamente hablando) sobre cuyo ejemplo redefinir el futuro. El futuro sin pasado es el peor de los pasados: aquel que se repite, sin que lo sepamos.
La cuestión es: ¿desde dónde, en el pasado, simbólicamente pensaremos nuestro futuro? No valen las respuestas que dicen repudiar las herencias cuando, en realidad, las disfrutan.