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Moral aristocrática

Joaquín Trujillo S..

Moral aristocrática

La moral aristocrática, que ellos odian, pero que también algunas de sus figuras del pasado respetaron, aconseja no aprovecharse más de la cuenta. Se trata de una cuestión prudencial, no del todo teorizable, de la que deben ocuparse principalmente los representantes de esa moral en desuso. Esa es la única constitución real, permanente y que sí importa.

Fueron los fanáticos totalitarios los que pretendían lograr una nueva Constitución, desproporcionada, antagonizadora y tan irrealizable en lo bueno como realizable en lo malo, apelando nada más que a la mitad + 1 de los votos. Creían que de la atmósfera irrespirable de su Convención iba a poder oxigenarse el resto del país, que ciertamente permanecía menos encerrado, pues juraban que el quórum de 2/3 era el test de todas sus blancuras. La demoledora derrota que sufrieron fue obra de muchos. La centroizquierda y la izquierda democrática tuvieron un papel fundamental. Esta gente noble, a la cual el país debe tanto, tuvo que enfrentar no poco matonaje. Sus antiguos círculos de fraternidad se quebraron. Se les acusó de hacerle el juego a una derecha que hace mucho tiempo abandonó los verdaderos frentes del debate (como, por ejemplo, las escuelas y universidades públicas que ella misma contribuyó a fundar), y que, sin ya los recursos de la persuasión, no le habría quedado otra opción que allegar rechacistas que tuvieran carta de ciudadanía.

Tras el plebiscito de salida, comenzó una etapa en la que aquellos acusadores le preguntan a los acusados: ¿no habrán sido ustedes engañados por aquellos repentinos amigos?

Pero también ocurre otra cosa. Ha sido demasiado desquiciante la imagen de un país en llamas. Es verdad, a veces los seres humanos tienen sus épocas de furia. Lo ominoso es que, mientras el fuego devoraba la República (no está de más recordar que incluso esta palabra corrió riesgo), hubo gente educada en las mejores universidades del mundo que, fría y juiciosamente, se sentaba a tomar una cerveza mientras justificaba la destrucción. Luego, pasada la orgía, empezó a matizar sus dichos o simplemente a enmudecer. No creo muy pertinente recurrir a estas citas, pero siempre me acuerdo de un pasaje de Lenin, extraño por su connotación moral, en el sentido de la moral gentilicia aristocrática. Lenin alaba en Marx el que haya desaconsejado revueltas y sublevaciones, advirtiendo que iban a fracasar, pero haber defendido a sus actores cuando ya había quedado claro su fracaso. Exactamente lo que no ocurrió en nuestro caso, tal vez por el carácter demasiado plebeyo de sus pseudo Píndaros.

La cosa es que la tentación de bloquearle las vías de aprovisionamiento al bastión de la nueva Constitución es muy grande. Algunos sienten que el 62% dio la última oportunidad para evitar un daño irreparable.

Mientras tanto, ¿qué hacer con ese 38% que sí quería una nueva Constitución? No sorprende que para los fanáticos totalitarios esos porcentajes minoritarios importen nada (especialmente si no alcanzan 1/3). ¿Será correcto pagarles con la misma moneda? Porque la moral aristocrática, que ellos odian, pero que también algunas de sus figuras del pasado respetaron, aconseja no aprovecharse más de la cuenta. Se trata de una cuestión prudencial, no del todo teorizable, de la que deben ocuparse principalmente los representantes de esa moral en desuso. Esa es la única constitución real, permanente y que sí importa.