-¿Y usted acaso cree que el trabajo que le tocó esta mañana es llevarme del brazo para salvarme de los escombros? -Quizás -me dijo y agregó- es que tengo muy buen corazón. -¿Pero usted no quiere acaso que le pague? -No lo sé. Hago este gesto porque tengo buen corazón.
El otro día iba caminando por Santa María hacia mi amada Escuela de Derecho de la U. de Chile (a la cual -confieso que a veces lo pienso- habría que declarar manicomio para ahorrarse muchas internaciones forzadas), cuando comencé a caerme en una vereda destruida (que seguramente permanecerá así hasta la consumación de los tiempos), y digo “comencé a caerme” porque mi bastón hace que todo ocurra en cámara lenta. Un habitante de la calle (antes se los llamaba vagabundo) salió a mi rescate. Se ofreció a acompañarme y sin esperar mi consentimiento me agarró del brazo y nos fuimos conversando. Yo iba pensando en el relato de uno de los mejores novelistas del siglo XX, el judío austrohúngaro Joseph Roth, “La leyenda del santo bebedor”, el cual trata sobre un vagabundo que vive bajo los puentes del río Sena y cuyo nombre es Andreas. En ese relato, Andreas, que es además un solitario inmigrante, expresidiario y alcohólico, ve descender a un caballero bien trajeado, tal vez un reputado abogado, que ofrece donarle dinero. En un principio no lo acepta. Declara ser un hombre de honor carente de domicilio fijo y, por lo tanto, ¿dónde irle a reclamar que salde esa deuda? Pero el hombre insiste y Andreas acepta el préstamo que deberá restituir en una capilla, al cura que ahí canta la misa. El resto del relato muestra cómo el solitario hombre de honor que es ese vagabundo intenta una y otra vez devolver el dinero siempre sin éxito. Se topa con bares en los que se lo bebe. Entretanto, se le cruzan distintas oportunidades de las que obtiene más, discretos milagros de esos a los que se hace adicto quien anda pobre y sin rumbo fijo. Es como si la ciudad, a la que ha subido, le diera y le quitara, impidiéndole cumplir el único deber que le concierne. Cae otra vez bajo el puente y su benefactor reaparece, le ofrece más dinero, sin acordarse de haberle prestado antes.
Yo iba pensando en eso hasta que me sobresalté cuando mi acompañante me advirtió, como si leyera mi mente: sí, pero no soy alcohólico, soy fumador.
Pensé en que tal vez yo tenía que convertirme en el benefactor de este fumador, pero él inmediatamente me contestó: yo no necesito que me ayuden tanto. Mi señora, que está permanentemente dentro de la carpita que tenemos allá abajo, me despierta temprano para que salga a comprar desayuno, y siempre encuentro un trabajito para poder llevárselo a la cama. -¿Y usted acaso cree que el trabajo que le tocó esta mañana es llevarme del brazo para salvarme de los escombros? -Quizás -me dijo y agregó- es que tengo muy buen corazón. -¿Pero usted no quiere acaso que le pague? -No lo sé. Hago este gesto porque tengo buen corazón.
Me dije: ¡qué personaje difícil! Como esos reyes que juzgaban indigno suyo impartir una orden y menos pedir un favor, querían que les leyesen la mente. -¿Y usted cómo se llama? -Josué -y agregó- igual que ese mismo, el rey para el cual durante una batalla Dios detuvo el sol y la luna, prolongándole la luz gracias a la que triunfó. Sale en la Biblia, el libro más importante de todos.