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Joaquín Trujillo: “Trato de reivindicar la alta cultura, pero no sé si lo logre”

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Joaquín Trujillo: “Trato de reivindicar la alta cultura, pero no sé si lo logre”

«Un ensayo disparatado», así define el autor su nuevo libro, «El dios de la máquina». Se trata de un volumen de 700 páginas en que Trujillo narra la tensión de siglos entre las ideas que subyacen a la tragedia clásica y la disciplina del derecho. Acá explica las razones para abordar este tema, a la vez que hace un duro diagnóstico sobre el momento cultural del país: «El país está completamente sumido en la ignorancia».

“Este es un ensayo sobre la ley de la tragedia y el surgimiento e historia de la ley contra la tragedia”, anota en las primeras páginas del libro El dios de la máquina Joaquín Trujillo Silva (Viña del Mar, 1983). Parece casi un trabalenguas, pero en realidad es una síntesis muy precisa de lo que viene: casi 700 páginas en torno a una tensión de siglos entre la forma de entender la vida sumida en los vaivenes del destino y la posibilidad de los hombres de ejercer su libertad. Hecho sobre mil fuentes, es un relato sobre todo lo que representó ese género de la dramaturgia griega en la historia y el camino de los hombres por superarla, en este caso, a través del derecho y la ley. Literatura y filosofía en manos de un abogado. Trujillo lo dice, puede que sea un “ensayo disparatado”.

Pero no es una locura. Es desmedido e inusual en estos tiempos aceleradísimos, pero el ensayo El dios de la máquina es también la continuación de un diálogo intelectual: desde los clásicos griegos hasta George Steiner, pasando por un sinfín de escritores, filósofos y juristas, la discusión sobre las formas del intelecto para sobreponerse a los destinos misteriosos nunca ha cesado del todo. A veces la realidad lo exige y eso fue lo que le pasó al mismo Trujillo: antes que este libro, el ensayo empezó como su tesis al salir de Derecho, con el tiempo fue creciendo, hasta que el tema se volvió inesperadamente contingente al desatarse el estallido, sobrevenir la pandemia y luego desarrollarse los procesos constitucionales: vivimos en primera fila tragedias, comedias, farsas.

“Se pudo notar algo que estaba medio oculto”, explica Trujillo en un correo electrónico. “Cuando yo, antes de la pandemia, explicaba a mis estudiantes del curso Derecho y Literatura en la Facultad de Derecho de la U. de Chile el problema de la peste en Tebas derivado de un supuesto crimen impune, que es lo que desencadena el conflicto en “Edipo Rey”, de Sófocles, hacía faltan más explicaciones. Todo esto se hace más fácil cuando hemos conocido en vivo y en directo lo que son estos eventos de los que, por ejemplo, habla Tucídides en su “Guerra de Peloponeso”. La peste y la revuelta son acontecimientos que tienen mucho de ingobernables. La ciencia de la salud, en un caso, o la técnica jurídica, en el otro, tienden a quedar superadas”, agrega.

Abogado, académico y parte del equipo de investigadores del Centro de Estudios Públicos, Trujillo empezó escribiendo dramaturgia, publicó en 2017 la novela Lovelia y en 2019 lanzó Andrés Bello: libertad, imperio, estilo, un elogiado perfil del filósofo de aliento ensayístico (también de grandes dimensiones) que terminó por darle un lugar en el campo de la discusión pública. La erudición es parte de su marca, como también una mirada que se pasea por las referencias literarias y jurídicas. Y así mira los intentos fallidos por haber escrito una nueva Constitución: “Los procesos constituyentes pertenecen a una fase de la comedia ilustrada”, dice. Y explica: “Los personajes creen conocer todas las razones y proporciones que pueblan el mundo. Creen poder darles una jerarquía. Las asambleístas, de Aristófanes, se ríen hace unos 2.400 años de esta pretensión. El siglo XVIII la puso de nuevo a circular y supuestamente el XX la sacó. En Chile puede ser que estemos o muy adelantados o demasiado atrasados. Este desfase puede ser trágico si no se lo mira con una sonrisa”.

Afectado a la vista por una retinitis pigmentaria, Trujillo ya no puede leer libros. Pero los escucha. La novela Los libros de Jacob, de Olga Tokarczuk, es lo último que lo ha impresionado. Cree que la poesía chilena es un volcán dormido que en cualquier momento explotará, tiene menos confianza en la narrativa contemporánea local y tampoco le interesa demasiado la dramaturgia actual. Cuenta que en Cabildo, donde creció, las bibliotecas escolares y públicas parecían regidas por catálogos del pasado y de niño leyó clásicos y clásicos. Alguna vez pasó temporadas con las obras de teatro de George Bernard Shaw. Después, leyó a Bertolt Brecht. “Hoy, como el país está completamente sumido en la ignorancia y la imbecilidad más grande, parece algo súper extraño, pero Shaw fue muy popular”, dice.

Y aunque El dios de la máquina es un ensayo que Trujillo escribió por años, su publicación coincidió con el lanzamiento de otros dos de sus libros: Caballero de Chile, una novela moral o relato filosófico, y las obras de teatro basadas en libros del Antiguo Testamento, Tríptico bíblico. Ninguno es un libro muy común y eso al autor le da cierto orgullo. Lo atraen las rarezas. “Encuentro que en Chile hay una aversión a cosas más extrañas, pero en realidad no son extrañas: en mundos más avanzados culturalmente funcionan perfectamente. Uno tampoco puede estar todo el tiempo funcionando y escribiendo para el ‘mercado», así entre comillas. Es interesante Andrés Bello, pero seguir hablando de él por dos siglos es un poco falta de imaginación”, dice Trujillo en su oficina en el CEP.

—Un “ensayo disparatado”, así define a “El dios de la máquina”. Efectivamente, a un lector común podría parecerle una rareza dedicar tantas páginas a desenredar una madeja que se enredó hace siglos.

—Veo en mi libro un “ensayo disparatado” porque, por un lado, no tiene ninguna intención de ser un tratado, de sistematizar nada, aunque sí intento darle una estructura digerible y cuya lectura sea fácil de seguir. Por la otra, porque es muy peligroso poner, en estos cruces interdisciplinarios, demasiado de una disciplina sobre la otra. En este caso, la tendencia que tenemos los estudiosos del derecho a organizar el material puede ser muy buena si pensamos en los grandes tratados que conoce la doctrina jurídica, pero puede resultar un exceso si uno va a referirse a temas literarios, aun bajo el enfoque del derecho. Y claro, la madeja de este tema está muy enredada en la historia occidental. Yo no intento tanto desenredarla como más bien abrirla, expandirla.

—Como dice, la tragedia es un género literario y también un concepto de uso corriente. Pero el libro propone que es algo más profundo, ¿es un modo de entender la vida?

—La tragedia es el gran modo de entender la vida de muchos pueblos antiguos. Es una alta sabiduría. Porque es un pesimismo que ayuda a vivir. El problema es que no es la única forma. Hay otras, muy sabias también, como la comedia. Y dedico buena parte del libro a explorar el auge, esplendor y caída en desgracia de la comedia. La comedia supone que el mundo es corregible, que no es de naturaleza inevitable y dañina, que existen los finales felices.

—Como detalla, la creación del derecho supuso el intento por poner freno al sistema de ideas que subyacen a la tragedia. ¿Esa disputa aún está en juego?

—Este es el aspecto que gobierna todo el libro. El derecho, las ciencias, la tecnología, son las herramientas contra la tragedia y que parecen haber funcionado. El gran aporte del derecho romano es haber hecho factible, durante siglos, un enfoque cómico, si bien, hay que decirlo, discreto en sus medidas antitrágicas. Por eso las comedias de Plauto y especialmente Terencio están repletas de contratos, de acuerdos que se cumplen. Nada de esto es posible en las tragedias, protagonizadas por líderes bélicos, casi siempre miembros de casas reales emparentadas con dioses, cuyas genealogías son cortas no por falta de pedigrí, sino por exceso. Siempre peleando, matándose, protestando. En las tragedias casi nunca se ve un acuerdo que prospere, una deuda que se extinga por el pago. Pero casi siempre el ideal de la justicia moviliza a sus personajes. Es en este sentido que el derecho tiene más que ver con la comedia, pero la justicia con la tragedia. Y creo que no por eso la justicia debe ser desdeñada. El acto más inspirador es el del derecho movido por la justicia, pero que funciona.

—“Aún seguimos librando batallas del Peloponeso”, dijo Steiner, como se lee en el colofón de su libro. ¿Por qué seguimos pensando en ideas concebidas en la Grecia antigua?

—Yo creo que mientras no seamos capaces de ser más que los griegos seguiremos volviendo a ellos. Lo hemos sido en otros momentos. El teatro isabelino es superior al griego. La novela rusa del siglo XIX, con todo su relleno, sus faltas al estilismo editorial, seguramente es la mejor que hayamos conocido, exceptuando, por supuesto, a nuestro Quijote. Mejor no hablemos de la física en manos o, mejor dicho, la cabeza de Einstein. Lo griego también ha sido superado. Yo no tengo lealtades al respecto. Por eso dedico la tercera parte del libro al perdón, que ha sido uno de los aportes fundamentales contra la tragedia y que en toda su radicalidad surgió de la herencia judeocristiana. En todo caso, y esto es importantísimo, eso de “superado” es siempre relativo, un mal decir. Lo que las obras clásicas muestran es que nada está superado, porque ningún problema ha dejado nunca de existir. Puede ser que episódicamente desaparezca. Volverá y quienes lo hayan estudiado sabrán reconocer su rostro detrás de la máscara. El resto gozará la ignorancia de lo jamás antes visto.

—“El país está completamente sumido en la ignorancia y la imbecilidad”, dijo hace unos momentos. ¿De dónde viene ese diagnóstico?

—No lo digo por lo que pasó el 2019 con el estallido social, yo creo que el problema es mucho más antiguo. Hay una tendencia en Occidente en general a menospreciar la alta cultura, la alta expresión humana, como si fueran falsas expresiones. Eso es tradición romántica, irracionalista y en parte ha sido una escuela terapéutica en muchos sentidos para los seres humanos, los ha liberado de esa cosa victoriana que era un exceso. Pero también se puede caer en un primitivismo total, en una falta de sofisticación completa. O entregarle toda la sofisticación a la tecnología y en el resto ser completamente bárbaro. Esta cuestión obviamente no empezó el 18 de octubre, ni con Piñera, ni con Bachelet, ni con Pinochet, ni con Allende ni con Frei, sino que se remonta a una tendencia que hay en Occidente. Esto suena súper conservador, pero pareciera que se incrementa cada vez más. ¿Hasta dónde va a llegar?

—¿Dónde identifica esa decadencia?

—Antiguamente había cierto respeto por las formas canónicas, por mucho que no fueran las formas de la época. En el liceo de Cabildo se leía el Fausto, la Divina comedia, El Quijote. Empezó a surgir una idea de que todas esas lecturas eran antiguas, fomes, y que había que leer solo cosas nuevas. Fáciles y accesibles. Quizás era importante hacer eso para despercudir la experiencia, pero lo otro desaparece y se convierten en lecturas como de posdoctorado. ¿Cómo puede ser eso? Antes en los liceos se pasaban esas experiencias estéticas de la mayor calidad existente, pero se asumió que el mundo popular no las puede tener, porque no las va a entender. Es un clasismo asqueroso. Y por lo tanto hay que entregarle algo que supuestamente van a poder consumir. Es un círculo vicioso y se va retroalimentando el nivel cada vez más bajo de la sensibilidad y expresión cultural.

—¿Sus libros son una reivindicación de la alta cultura?

—Son un intento, no sé si lo logre. Trato de proponer mis propias lecturas de las cosas y hacer, de pasada, una reivindicación de la alta cultura, pero no sé si lo logre. Estas cuestiones son cosas que uno hace para no bajar la bandera, pero no sé hasta qué punto se logra. Por mí que yo no tuviera que hacer esta pega, sino que esta pega la hiciera la sociedad en su conjunto, porque de ahí surge algo mucho más interesante. Por ejemplo, que alguien me diga: “¿Sabe qué, señor Trujillo? Usted está leyendo mal a Eurípides”. Ahí avanza la discusión.