El investigador del CEP tiene una retinitis pigmentaria hereditaria que avanza lento, pero no se detiene. “Soy semi ciego”, señala sin drama. Enfrenta el tema con pragmatismo y su empeño es que esto no dificulte su vida diaria: su trabajo en el centro de estudios, sus clases en dos universidades, la escritura de sus libros.
Mientras preparaba su examen de grado para titularse de abogado en la Universidad de Chile, Joaquín Trujillo (41) se dio cuenta de que la vista se le había empeorado, que había llegado el momento de consultar a un médico.
No es que antes no se hubiera percatado del problema. De niño le costaba seguir una pelota de fútbol o de básquetbol en movimiento, por ejemplo. “No la podía enfocar bien”, dice. De adolescente, a veces se demoraba mucho en leer -incluso con anteojos- porque le costaba ver con precisión las letras impresas en las páginas del libro. Terrible para un joven que era un lector voraz.
“Yo entonces no me daba cuenta, pero si miro todo eso ahora son claros síntomas de la retinitis pigmentaria que tengo, la cual te va acotando el campo visual, como si miraras todo a través de un tubo”, dice Trujillo, en su oficina del CEP, donde es parte del equipo de investigadores.
Habla del tema sin una gota de dramatismo. A lo largo de esta conversación explicará que enfrenta la enfermedad con disposición práctica, tratando de que afecte lo menos posible sus actividades diarias: ni su trabajo en este centro de estudios, ni sus clases en la Universidad de Chile y en la Universidad de Santiago, ni la escritura de sus libros, un oficio donde es un autor prolífico.
Impresiona la calma con que Trujillo habla del mal que le está quitando la vista. Y eso que tiene fresca en la memoria la figura de su abuelo materno, Ignacio Silva, con quien vivió durante su infancia y adolescencia, y quien padeció de lo mismo. Quedó ciego a los 40 años. Muchas veces, el nieto fue su lazarillo. Era un adolescente y guiaba a su abuelo, que jamás usó bastón, donde él necesitara ir: a los kioscos de diarios, al lugar donde se reunían quienes criaban caballos, a las fuentes de soda.
“La retinitis pigmentaria tiene componentes genéticos -explica-. Las mujeres de la familia son quienes la portan, pero son sus hijos hombres quienes pueden desarrollarla. Tengo varios primos que la tienen. De mis hermanos, yo fui el único”.
Leyendo a Tólstoi en Cabildo
La infancia y la juventud de Joaquín Trujillo, que nació en 1983 en Viña del Mar, trascurrieron en una hacienda que sus abuelos maternos tenían en Alicahue, un pueblito en la Quinta Región. Se instaló allí cuando tenía 6 años, junto a sus padres y a sus tres hermanos menores. Fue un cambio de vida para todos: el padre, por ejemplo, que había sido un ejecutivo de Copec, se dedicó al trabajo de diseño en madera en un taller que armó en el mismo terreno.
“Nosotros empezamos a ir al colegio en el campo, la escuela G36 Bartolillo. Mi papá nos exigía muchísimo, decía que teníamos que sacarnos puros 7, porque esa nota en un colegio del campo equivale a una medianamente decente en Santiago o en Viña”, cuenta. Al pasar a educación media, los estudios continuaron en el colegio particular subvencionado Andrés Bello. Ese establecimiento estaba en Cabildo, la localidad más habitada de la zona, con cerca de 18 mil habitantes. Para Trujillo, sin embargo, pese a esas dimensiones pequeñas, todo esto le abrió un mundo inmenso.
“Uno podría pensar que la vida en Alicahue y en Cabildo era muy sin gracia, pero nada que ver. De partida, en los años 50 mi abuelo había hecho dos teatros, uno en cada uno de estos lugares. Allí se hacían millones de obras de teatros, encuentros nacionales. Había mucha vida en torno a los teatros, especialmente en el de Cabildo, que es extraordinario y aún existe; es de los mejores de la Región de Valparaíso. Yo estaba muy metido en los grupos de teatro”, recuerda.
Actuó en un grupo en Alicahue y luego en otro en Cabildo, “con el cual hacíamos obras de clásicos, de Ionesco, de Brecht, de Bernard Shaw. Un muy buen nivel, salíamos de gira. El grupo se llamaba Stanislavski, como el famoso teórico del teatro ruso. Un nombre bastante cliché, por así decirlo así, incluso medio pedante”, dice, riéndose.
Pero había algo posiblemente más fundamental en el despertar cultural del joven Trujillo: las bibliotecas. Que fueron varias en ese tiempo: la del abuelo -llena de tomos sobre química y biología, pues era agrónomo-; la de su padre -con materias más humanistas-; la de la escuela en Alicahue; la del colegio en Cabildo; la municipal de esta misma ciudad.
“Esta última no era más grande que esta oficina”, dice, refiriéndose a la suya en el CEP. “Pero había cosas muy buenas en esa biblioteca, estaban los clásicos de la novela del siglo XIX, las novelas rusas de Tólstoi, los clásicos de la literatura chilena. Siempre encontrabas algo. Robin Hood, Edgar Allan Poe, los cuentos de las hermanas Brontë, Dostoyevski, las tragedias griegas”, enumera, emocionado.
Trujillo dice que mientras vivió allí, en esa zona con vida propia a 140 kilómetros de Valparaíso, siempre se integró totalmente a sus rutinas y sus tiempos. “Mis hermanos y yo estuvimos completamente insertos en ese mundo. Todos nuestros amigos eran de ahí, nos quedábamos a alojar en las casas de algunos de ellos en Cabildo. No éramos como unos niños pije que estaban como mirando de lejitos”.
– Igual ustedes venían de una aristocracia de la zona…
– Sí, pero ya muy venida a menos. Claro, toda la gente conocía a mi abuelo, lo reconocían como el antiguo patrón, pero a esas alturas ya no tenía mayor importancia. Mi abuelo, además, siempre había sido muy llano en el trato, tal vez su problema fue que era demasiado blando.
“Sentía mal olor en Santiago”
Como Joaquín Trujillo era buen alumno, destacado en casi todas las materias, al salir del colegio no sabía qué estudiar. Excepto la educación física, todo le gustaba. Pensó en Literatura, en Arquitectura, en Historia. Curiosamente, no en Teatro.
“Yo he seguido escribiendo dramaturgia, he publicado varias obras de teatro. Pero no me atrajo el mundo de las tablas; cuando era chico y venía al Teatro a Mil me di cuenta que no me interesaba el mundo de los actores. Yo tenía una visión muy literaria del teatro. Me acuerdo que una vez conversé con Ramón Griffero, quien me habló del teatro como un gremio, y a mí eso no me causaba ni un poco de atracción. Incluso, lo encontraba una cosa media desagradable. Esta idea de que el teatro tiene que estar necesariamente representado en un escenario es una cuestión súper bárbara y básica. Para mí el teatro es un género literario”.
Optó por Derecho. Explica que fue “porque es, por así decirlo, lo más riguroso dentro de las humanidades. Dentro de esa área, es lo que tenía fama de mayor rigor”, un concepto que él, asegura, siempre sintió cómodo. Ingresó a la Universidad de Chile. Y se vino a vivir a Santiago, a la casa de una tía de su padre que recuerda muy estricta.
“Estaba casada con un señor alemán que era estadístico del INE. Entonces era una casa alemana muy ordenada, todo tenía un procedimiento: abrir una ventana, tomar la manilla de una puerta, cómo sacar la basura, la hora de la cena. Todo estaba completamente lleno de normas, pero a mí me gustaba que fuera así, pese a que lo encontraba un poquito extremo”.
Lo que sí lo descolocó, dice, fue el olor de la ciudad. “Sentía mal olor en todos lados, en todo momento. En Santiago todo, todo, todo apestaba. No en la casa alemana que estaba, pero salía a la calle y ahí estaba ese olor, que nunca había sentido antes. En ese tiempo el Mapocho olía mucho peor, y mi facultad estaba al lado del río”. Dice que eso ya no le ocurre. Que no sabe si fue un mal aroma que se esfumó o que él, sin más opción, terminó por acostumbrarse. “No lo sé, en realidad. ¿Será que yo también hoy huelo así?”, dice, divertido.
Respecto de la vida cultural que había empezado en la Quinta Región, ésta se amplió en la capital. Sobre todo al interior de la Universidad de Chile. “Solamente estando dentro de la Chile ya tenía suficiente, no necesitaba salir de sus fronteras. Te podías meter en las clases de cualquier profesor. Yo lo hacía por curiosidad, por ver variedad de pensamientos. Me vinculé a las cátedras de humanidades de la universidad, fui ayudante de Alfredo Jocelyn-Holt, de Miguel Orellana, quienes hacían cátedras de Filosofía y de Historia. En el fondo, la vida cultural la profesionalicé en el ámbito universitario”.
Dice que no iba a bares donde se hacían juntas literarias. Nunca le interesaron. “Algunas veces fui y un poeta recitaba mientras todo el mundo hablaba; no se escuchaba nada. La gente debería haber estado callada. No había respeto. Me parecía algo patético”, comenta. Sí iba a bibliotecas, como cuando era adolescente. Estaba horas en la Biblioteca Nacional, también en la Biblioteca Municipal de Providencia. “Vivía ahí, porque además en ese tiempo abría hasta las 11 de la noche”, recuerda. “Hoy si estuviera estudiando ya no podría ir a esa biblioteca, porque la cierran a las 6 de la tarde”.
Su menú cultural incluía también ópera. “Siempre he sido operático, empecé a venir al Municipal antes de vivir en Santiago. Salía muy decepcionado, porque la ópera la escuchaba primero en unas versiones muy buenas que grababa Deutsche Grammophon, y luego venía a verla; y claro, no era lo mismo. En ese tiempo yo no entendía que eran cosas distintas, porque era un huaso de campo”.
Como sea, Joaquín Trujillo nunca más se movió de Santiago. En 2010 entró al CEP. Fue su primer lugar de trabajo y, hasta ahora, el único.
“No me interesa estar victimizándome”
Desde que la retinitis pigmentaria le fue diagnosticada, Joaquín Trujillo dice que ha ido avanzando muy lentamente. “Se demora mucho en avanzar, de modo que uno se empieza a convertir en la enfermedad, en el sentido de que no la sientes diferente. Pero de repente te das cuenta que cosas que hacías antes ya no las puedes hacer. Antes yo podía andar corriendo en la noche sin problemas; ya no. Antes podía leer los subtítulos de una película con facilidad; después no».
«Algunas cosas se pueden corregir con anteojos. Pero el campo visual sigue siendo estrecho. Cuando cualquier persona entra en una habitación, inmediatamente el cerebro hace un mapa de ella. Yo no: tengo que estar minutos haciendo como un escáner, por partes, para hacerme luego una idea total, que aquí hay una mesa, que aquí hay una ventana…”.
Trujillo, sin embargo, decidió que esta limitación no iba a ser un tema para él. “Yo no ando detrás de los médicos, como varios primos lo hacen. Cuando llegue una solución, cuando haya mayores adelantos, me informarán. No voy a andar como esclavo de esta cuestión, todo el día pensando en eso y no haciendo lo que tengo que hacer. No me interesa estar victimizándome, diciendo: ‘Tengo un problema, por lo tanto esto no lo puedo hacer’”.
En la vida diaria tiene una manera propia para organizarse. Se mueve con rutas pre-establecidas y que conoce de memoria. Funciona así a todos los niveles: dentro de su oficina, al interior del CEP, en el camino a su hogar -vive a tres cuadras del trabajo-, en su casa, en la ruta para llegar a las universidades donde hace clases, dentro de las aulas donde enseña. Y siempre, desde hace 15 años, con la ayuda de un rústico bastón de madera hecho por su padre en el taller de Alicahue.
“El asunto se complica cuando ando por lugares que no conozco; o sea puedo hacerlo, pero me demoro siglos. Así que trato de no aventurarme a eso. También me complica cuando en lugares que son conocidos me cambian las cosas de lugar. Si alguien me cambia un lápiz, puedo demorar meses en encontrarlo”.
También ha encontrado una forma de leer y escribir textos. Como ya es incapaz de ver letras impresas sobre una página de papel -sólo percibe una superficie blanca-, para los libros que le interesan para lectura hace lo siguiente: pide sus pdf o los escanea, luego los convierte a formato Word y, con una simple función como Reader, el computador se los lee.
“Lo hago de la manera más artesanal, que para mí es suficiente. Distingue distintos idiomas, así que puede leerte también en inglés, en francés, en italiano, en griego antiguo, en sánscrito, en ruso. Es extraordinario. Además lo manejas en distintas velocidades, uno lo puede poner rápido y leer un libro de 400 páginas en una tarde. Yo tengo muy buen oído, así que me funciona”.
Para escribir, dice que le ayuda el contraste: tanto en el celular como en el computador, usa un fondo negro y, sobre él, las letras blancas y grandes. “Eso yo lo puedo leer y además puedo hacer que el sistema me lo lea al mismo tiempo que estoy escribiendo”. El teclado, explica, se lo sabe de memoria, y además en el caso del computador usa las letras con luces para facilitar su ubicación. “Todas estas son cosas que fui descubriendo a medida que las necesitaba. No puedo esperar a que llegue una súper tecnología, yo debo inventarme una”.
– ¿Y cuál es el pronóstico de esta retinitis pigmentaria?
– El pronóstico es medio variable. A mi edad, por ejemplo, mi abuelo estaba completamente ciego. Yo no. Yo soy semi ciego. Nunca he preguntado qué porcentaje de visión tengo, la verdad es que ni siquiera quiero saber.
– Has dicho que ves como a través de un tubo. ¿Hay más molestias?
– Veo además con mucha bruma. Y con muchas manchas. Es como ver a través de un vidrio muy sucio y empañado. Con ciertas luces muy buenas, muy especiales, puedo enfocar bien la cara de la persona, pero en general para mí son malas las luces, las de la mañana, del mediodía, de la tarde.
Joaquín Trujillo hace una pausa. Sentado en una pequeña mesa de su oficina, rodeado de libros que hoy no lee sino que escucha. Más allá está su computador con pantalla negra. Vuelve entonces a lo de su pronóstico: “Yo me podría quedar completamente ciego o podría quedarme así como estoy ahora. No es claro. Pero yo creo que a mí me va a ir evolucionando para peor… He cachado que me ha ido evolucionando mal, pero muy lento. Tanto, que en una de esas tal vez me alcance a morir antes de quedar totalmente ciego”.
Los clásicos, Zambra y Labatut
Joaquín Trujillo dice que la buena literatura es aquella que sobrevive. Que es su capacidad de permanencia la que define su posibilidad de ser un clásico. “Todos los días en el mundo se publican libros que aparecen entre los más vendidos, y que después de un mes nadie se acuerda, se extinguen. En cambio, hay cosas que de repente nacieron muy chicas, que nadie se dio cuenta que existieron, pero que crecen lento y después de dos o tres siglos ya forman parte de la cultura”.
Y continúa: “A mí, por ejemplo, nunca me ha convencido mucho el famoso boom latinoamericano. Un boom es exactamente eso: aparece y se extingue, no puede estar todo el tiempo en calidad de boom. De ahí poco va a persistir. Lo veo en mis alumnos en la universidad: se entusiasman más con Baldomero Lillo que con un autor del boom”.
Cita entonces a George Steiner, “quien dijo que los grandes momentos son la literatura griega, la literatura de la época inglesa de Shakespeare y la época rusa del siglo XIX. También la novela francesa de ese siglo”.
– Y yendo a nuestra literatura nacional, ¿a quiénes incluirías? Sé que te gusta Mistral.
– Por supuesto. También Huidobro, Pablo de Rokha, Baldomero Lillo. Ahora, creo que la poesía chilena tiene muchas más posibilidades de seguir produciendo cosas interesantes que la narrativa.
– ¿Por qué?
– Porque creo que la poesía chilena es más auténtica. La gente que la practica tiene menos miedo de decir cosas, de caer mal, de ser disruptivo. Hay una tradición en la poesía chilena de gente insoportable, que fueron grandes poetas. En cambio el mundo de los narradores chilenos es mucho más negociante, transan más con el contexto, con poder vender, con tener buena llegada. Eso hace que quizás no tengan tanta capacidad de crear algo que perdure.
– ¿A qué narradores chilenos rescatarías?
– Me gustaba mucho José Donoso, pero ya me empezó a provocar un fastidio. Pertenece como a la tradición de la cochiná, y eso se va agotando. Me parecen interesantes otros autores, como Baldomero Lillo, Carlos Droguett, Alberto Blest Gana. Autores que no se extinguen fácilmente. Tiene que ver finalmente con la capacidad de calar profundo y lograr cierta autenticidad. El escritor tiene que tener un rollo suficientemente profundo y complejo como para que el lector sienta que esa escritura está comprometida hasta la muerte con eso.
– ¿Lees a escritores chilenos contemporáneos como Zambra o Labatut?
– Los he leído poco, no me han interesado mucho… Son buenos ambos. Labatut me parece más interesante, tiene una obsesión, tiene un rollo que lo trabaja bien. Pero creo que es una obsesión que tiene fecha de caducidad, en general las obsesiones cientificistas la tienen. Zambra encuentro que quizás es un mundo que peca de lo contrario. El mundo de Labatut es mucho más universal, por lo mismo Obama lo puede entender. Pero seguramente Obama no va a entender las novelas de Zambra. Pero mi juicio de estos autores no puede ser tan categórico, porque no los he seguido tanto. Le tengo mucho más fe a la poesía chilena.
– ¿Algún poeta a tener en cuenta?
– Eugenio Castillo, que Labatut promueve por todos lados. Es un gallo con rollo, que tiene fuerza. Tal vez demasiado discursivo, por decirlo así; tiene poca capacidad de síntesis como poeta. Pero es poderoso. O Pablo Véliz Bacigalupo.
Trujillo se pone de pie y revisa con sus dedos los lomos de los libros de su biblioteca. Saca uno enorme. Ménade, del poeta que acaba de nombrar. “Es la poesía como una cosa homérica. La poesía chilena se atreve a hacer cosas así. Porque es distinto un libro de poesía de esas dimensiones que escribir un ensayo así; la poesía es mucho más compleja”.
El CEP, los libros
Cuenta Trujillo: “Llegué al CEP en 2010 como ayudante de Lucas Sierra y después fui ayudante de Arturo Fontaine y de María Teresa Miranda, quien hacía la revista del centro (Estudios Públicos). Con el tiempo empecé trabajar sólo en la revista. Cuando llegó Leonidas Montes, en 2018, ahí recibí el espaldarazo de poder dedicarme con más autonomía a las cosas que quería estudiar, que en general tienen que ver con las humanidades interdisciplinarias”.
Ha publicado varios libros, muy diversos. Novelas como Lobelia y Caballero de Chile; la trilogía teatral Tríptico bíblico; el ensayo Andrés Bello: libertad, imperio, estilo, ganador del Premio Municipal de Literatura de Santiago 2021; y el año pasado otro ensayo, El dios de la máquina, donde hace un largo repaso de la tensión entre la tragedia y el derecho.
“A mí lo que me interesa es que las disciplinas sean capaces de hablar de las otras disciplinas y de hacer conexiones entre temas. Por ejemplo, Andrés Bello para mí fue muy importante porque era un personaje interdisciplinario, sabía de astronomía, de física, de matemáticas, de economía, millones de cosas. Entonces cuando hice ese libro fue un espacio para estudiar estas cosas. Si se hace una biografía suya solamente pensando en el punto de vista histórico o jurídico, queda una versión muy parcial, una cosa muy menguante”, dice. Y adelanta que está haciendo una segunda parte de este libro, enfocado en su proyección latinoamericana.
Otro proyecto es lo que llama “una biografía intelectual” de Arturo Alessandri Palma. “Me tiene muy entretenido, porque no le tenía tanta fe a él como pensador. La idea me la dio Juan Luis Ossa y yo dije; ‘Bueno, vamos a ver’. Y Alessandri me ha sorprendido. Además me ha caído demasiado bien, el personaje me tiene absolutamente convencido. Ahora el problema es que estoy tan convencido que voy perdiendo objetividad. Tengo que hacer algo para que me caiga un poco mal”.
Comenta que también avanza en un par de cosas más literarias, pero que prefiere por ahora mantener en secreto. “Mientras las otras cosas más intelectuales se pueden hablar mientras uno las va haciendo, las que son más creativas, más literarias, uno tiene que quedarse más callado. Son como un embarazo: hay que esperar que esté más firme y madura la criatura para empezar a hablar”.
“Ya se me hace muy difícil la defensa (de Boric)”
– Alguna vez definiste a Boric, antes de ser electo Presidente, como “un nostálgico magallánico que el destino ha ido poniendo en distintos lugares”. ¿Cómo lo ves hoy?
– Eso de nostálgico magallánico fue más bien como lo vi en la universidad. Ahí lo conocí súper poco. Después el destino lo fue poniendo en muchas partes que no son Magallanes, así que esa primera descripción va quedando obsoleta. Hoy me es más difícil hablar de él; me cuesta hablar en contra de los Presidentes, porque encuentro que hay que respetarlos. Cuando me encuentro con gente que le tira demasiada mala onda, que le achacan todos los males del mundo, lo defiendo. Pero ya se me está haciendo muy difícil esa pega. Como soy de la Chile, en el fondo siento que él pertenece a un mundo al que también pertenezco yo, tenemos amigos en común, pero ya realmente se me hace muy difícil la defensa… Yo haría las cosas muy distintas si estuviera en sus zapatos, aunque encuentro que la Presidencia de la República es algo tan complicado que es muy patudo empezar a hablar en contra del Presidente que sea. Me pasaba lo mismo cuando hablaban todo el día contra Piñera.
Por: Patricio De la Paz.