La Tercera, 4 de septiembre de 2016
Opinión

José Donoso, el novelista de Chile

Sebastián Edwards.

Donoso tuvo una relación difícil con Chile. Casi siempre se estaba yendo. Pero volvía.

José Donoso murió hace casi 20 años, el 7 de diciembre de 1996, en su casa de Providencia. Ya muy enfermo, horas antes de morir, le pidió a su hija Pilar que le leyera unos versos de Altazor, de Vicente Huidobro. Murió como vivió, rodeado de libros e inmerso en la literatura.

Hace unas semanas, Ediciones UDP publicó un volumen con extractos de los diarios tempranos de Donoso, de 1950 a 1965. El libro, cuya edición estuvo a cargo de Cecilia García-Huidobro, es sensacional, y su publicación es uno de los grandes acontecimientos literarios de los últimos años en Chile. Es lectura obligatoria para todo aquel interesado en la literatura chilena de la segunda mitad del siglo XX. No sólo ayuda a entender a Donoso como creador, sino que también a captar el ambiente intelectual de los años 1950 y 1960 en Chile y América Latina.

A pesar de sus más de 700 páginas, el libro sólo incluye una fracción de los cuadernos del novelista que se encuentran en los archivos de la Universidad de Iowa. La selección de García-Huidobro es impecable, y nos va presentando a un ser obsesionado y original, inseguro y creativo, alienado y riguroso, implacable consigo mismo. La decisión de García Huidobro de evitar una entrega puramente cronológica es un acierto. El libro está organizado en torno a 10 temas, cada uno con una magnífica introducción de la editora.

Poco a poco se devela ante nosotros el proceso creativo de Donoso, la manera compulsiva como revisaba sus textos, los cambios profundos a estructuras y diálogos, a locaciones y desenlaces. Participamos de sus miedos y rabias, de sus euforias y pequeñas envidias. En contraste con Julio Cortázar, para Donoso la literatura no era un juego.

Donoso y Chile

Donoso tuvo una relación difícil con Chile. Casi siempre se estaba yendo. Pero volvía. Por cuestiones médicas, para recuperar el lenguaje coloquial que empezó a perder en España, para estar cerca de amigos con quienes, en muchos casos, terminó peleándose.

A pesar de que éramos parientes, apenas lo conocí. Cuando yo era chico, me lo topaba en reuniones familiares, pero él era del grupo de «los grandes». El ambiente de estas tertulias era un poco como las que aparecen en su novela Casa de campo, y sucedían en un fundo cerca de Santiago que alguna vez fue de don Eliodoro Yáñez, su tío abuelo y mi bisabuelo. Pepe era bastante mayor que mi mamá, y se le consideraba uno de los excéntricos de la familia, grupo liderado, desde luego, por el tío Pilo Yáñez (Juan Emar).

Cuando Donoso volvió a Chile yo ya me había ido, pero me lo encontraba a veces, durante mis viajes breves, en casa de mi padre. Dos cosas me llaman la atención al recordar. Su obsesión, al hablar conmigo, un joven al que apenas conocía y que estudiaba economía en una universidad estadounidense, por dejar en claro que era un escritor «serio». Esa era la palabra que usaba, una y otra vez, desde distinto ángulos y en repetidas ocasiones. Su último libro era La marquesita, y sufría, me parece, por la posibilidad de ser considerado «frívolo». Esta preocupación queda reflejada, desde muy temprano, en sus diarios.

Un día me citó a su casa de Providencia, donde recién se habían instalado. Me sorprendí, pero me sentí emocionado. Llevé mi ejemplar de Coronación en un papel amarillo que ya se deshacía, con portada de Nemesio Antúnez, para que me lo firmara. Hablamos de todo un poco mientras tomábamos el té: del colegio al que ambos habíamos ido, de política y de libros. Se interesó cuando le conté sobre mis intentos por tomar el seminario de Saul Bellow en la Universidad de Chicago, y hablamos largamente sobre Herzog y sobre los grandes novelistas judíos en EE.UU., incluyendo a Philip Roth.

Al poco rato me di cuenta de la razón de su invitación. Quería darme un consejo. Me dijo, con insistencia, que no volviera a Chile, que me quedara en el extranjero, donde pudiera, donde encontrara trabajo. Mejor en EE.UU., aclaró, pero si no consigues una cátedra, vete a México o Colombia, o Irlanda o Gales, pero no regreses. No lo hagas. Sería el error de tu vida. Ven de visita, pasa unas semanas en la playa, aliméntate de los chismes, pero haz tu vida profesional fuera. Mira por la ventana; no te metas en esta casa de locos, claustrofóbica.

Lo volví a ver muy poco. Siempre de paso, a veces en casa de Techy Edwards, a veces en la playa donde quedaron sus cenizas. Yo le había hecho caso y no volví, y cuando viajaba a Chile, ir a saludarlo no caía dentro de mis obligaciones urgentes. En una ocasión, en 1993 o 1994, coincidimos en una comida. Al llegar al café me recordó sus consejos: «Ves, te ha ido bien y estás contento; yo tenía razón en decirte que no volvieras». Noté en sus palabras una tristeza horrible. Miré a María Pilar, que intentaba explicarle algo a alguien, y luego lo miré a él. Pero no dije nada.

Una tribu cercenada

En la introducción al capítulo 3, titulado «La familia como abrevadero», Cecilia García-Huidobro se refiere al libro de Donoso Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, libro que fue censurado por uno de sus primos. Al final, y como producto de esa censura, Conjeturas se publicó trunca, como un librito delgado y sin mucha gracia, con 100 páginas menos que el manuscrito original.

¿Qué decían las 100 páginas escindidas? García-Huidobro repite lo que publicó Pilar Donoso en Correr el tupido velo. El primo censor habría objetado a que el novelista insinuara -o afirmara- que la madre de don Eliodoro había regentado una casa de remolienda para mantener a la familia a flote. Según la leyenda, esa mujer, de apellido Ponce de León, habría sido el modelo del personaje del Obsceno pájaro de la noche, la bruja Peta Ponce. (En una carta de 1957, una amiga le dice a Donoso que Neruda se murió de la risa con sus «descripciones maquiavélicas de la madre de don Eliodoro Yáñez, que era cabrona»).

Pero yo escuché una versión diferente de uno de los principales protagonistas de este triste suceso. La razón de la censura, me dijo el primo censor, nada tenía que ver con la Peta, ni con la verdadera ni con la de ficción. De hecho, toda la familia había escuchado la historia de su posible pasado alegre, y nos reíamos mucho. Unos más que otros, unos con mayor deleite y regocijo, pero todos, sin mayor asco. De hecho, casi todos los que veníamos de ese tronco nos orgullecíamos del pasado un tanto exótico de nuestro famoso antepasado. Nos gustaba saber que veníamos de La Chimba y que sucesivas generaciones, con un tremendo olfato, se las habían arreglado para avanzar en una sociedad tan estratificada como la chilena.

Entonces, ¿cuál fue la razón de esta censura? Lo que supe en su momento es esto: en ese libro, en esas páginas cercenadas, Pepe Donoso habría contado los detalles de su iniciación sexual con una de sus primas, a quien nombraba y describía con todos sus pormenores. Fue esta la objeción del primo inquisidor. Se opuso a que Pepe nombrara a la señora del caso, a que lo hiciera sin preguntárselo y sin obtener su consentimiento.

Mientras no se encuentren en algún archivo las páginas mutiladas no sabremos lo que de verdad pasó, y tendremos que contentarnos con conjeturas, con historias a medias, con leyendas no verificadas. Lo que sí sabemos en forma cabal es que los diarios recién publicados son fascinantes, que empiezan a abrirnos el enigma de Donoso y que valió la pena esperar todos estos años para leerlos.