El Mercurio
Opinión

Juegos de palabras

Leonidas Montes L..

Juegos de palabras

Este nuevo Ministerio de la Verdad es un peligroso juego de los enemigos de la libertad.

El evangelio de San Juan se inicia con esa famosa frase: “En el principio era la palabra (logos)”. Más allá de la teología, las palabras, con su sentido y significado, marcan nuestra realidad. Ya nos decía Wittgenstein, en su Tractatus, que “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. El lenguaje es el juego social, pero son las palabras las que se mueven en la cancha. Con ellas podemos dibujar y moldear la realidad. Veamos tres ejemplos.

El movimiento estudiantil de 2011 puso en boga el eslogan del “fin del lucro”. Hubo sesudos análisis legales, filosóficos y sociológicos acerca del lucro. En el mundo intelectual nos dimos un festín con esa palabra. Pero esa simple idea de ganancia o beneficio —por muy legítimo y honesto que fuera— adquirió un sentido peyorativo. Nos acostumbramos a rechazar esa fea, sucia y pestilente palabra. El lucro, como si únicamente representara una ganancia indebida o injusta, pasó a mostrarnos solo su cara oscura. Si hasta el mercado y el capitalismo sucumbieron ante el sórdido lucro.

Por otra parte, la palabra privilegio, que ya venía cargada, se comenzó a usar con bastante frecuencia. Su origen etimológico se encuentra en privum y lex, esto es, una ley para un privado. De hecho, el privilegio se remonta a aquella época en que un rey podía dictar una ley particular para una persona. Un sentimiento de culpa generalizado nos cubrió ante ese epíteto. Todos arrancan de ese adjetivo infame. El problema es que la suerte, la buena fortuna e incluso el mérito cayeron bajo las fauces del privilegio. Nada más fácil que descalificar, acusar o delatar a alguien como un simple “privilegiado”.

Recientemente la palabra disidencia está tomando fuerza. Esta viene del latín, donde literalmente se refiere al que se sienta aparte, el que se separa o disiente del grupo. Hoy se habla de disidencia sexual, disidencia de género o disidencia de pueblos originarios. Son todos aquellos que se quieren encerrar en su propio mundo. Esta palabra refleja un tribalismo exacerbado. El disidente pretende construir su propia realidad alejado de los demás. No es la diversidad que valoramos y que nos exige tolerancia y respeto hacia el otro. El disidente solo exige tolerancia y respeto para sí mismo. Preso de un subjetivismo moral, solo vive y quiere su propio mundo. Los ejercicios negacionistas, por acción u omisión, son la mejor prueba de ese solipsismo que ignora al otro.

Un estudio reciente de Aldo Mascareño et al. analiza las redes semánticas entre las palabras “disidencia” y “diversidad” en el discurso de los convencionales constituyentes. Si la palabra diversidad se asocia a términos como “nacional”, “social”, “respeto” y “reconocimiento”, disidencia aparece relacionada a conceptos como “margen” o “tribal”. Es decir, la diversidad pone énfasis en la integración. Y la disidencia, en la separación. La fuerza centrífuga de la diversidad nos une. En cambio, la fuerza centrípeta de la disidencia nos separa.

Hay similitudes y una especie de continuidad en el sentido de estas tres palabras. El lucro y el privilegio representan esa cruzada por la pureza, por el nuevo ideal de un mundo prístino. Es una mirada idealista, pero también negativa. Quizá una reacción que condujo a algunos a la disidencia, a encerrarse en un ideal propio. El problema es cuando ese ideal pretende someter y controlar a los demás.

La comisión de Ética de la Convención Constitucional no solo propugna un negacionismo por omisión, sino también una incomprensible arremetida contra la libertad de expresión. Llegan incluso a intentar controlar el poder de la palabra silenciando a los convencionales, anulando el fundamento de la diversidad. Este nuevo Ministerio de la Verdad es un peligroso juego de los enemigos de la libertad. Bien sabemos que jugar con las palabras tiene consecuencias.