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La articulación de los poderes en Chile

Joaquín Trujillo S..

La articulación de los poderes en Chile

La tendencia a la conquista del poder político a manos del cultural, tal vez una manera de contrarrestar la del económico sobre el primero, estrena hoy en Chile un nuevo capítulo.

La cuestión de la división, cooperación y obstrucción de poderes, que va de Aristóteles a Montesquieu, pasando por Polibio, Tomás de Aquino, Jean Bodin o John Locke, y que con las revoluciones Americana y Francesa alcanzó nuevas connotaciones, especialmente de la mano de los Founding Fathers y los sabios del derecho administrativo (Georg Jellinek, Léon Duguit y Raymond Carré de Malberg), trasluce una preocupación típicamente occidental, a la cual se han referido figuras de la política, la economía y las artes: el de la articulación y, por sobre todo, la limitación del poder.

Porque, además, ha convivido con una tradición bacante, una que la ha acusado de distribución artificiosa, aquella liderada por Jean-Jacques Rousseau, quien alegó el carácter indivisible de ese poder primordial llamado voluntad general. En tanto, no han faltado filosofías alternativas de la división de poderes (vgr. la del antropósofo Rudolf Steiner, que concibió una triada distinta a la clásica de Montesquieu).

Cada vez que se ha acumulado un poder de manera exagerada, han sonado alarmas. De ahí que se les hayan contrapuesto otros, engendrados o resucitados al efecto. En el omnímodo Imperio Romano convivirán con él fuerzas antagónicas: la aristocracia y su Senado (véase el paradigmático discurso de Bruto en Julio César de Shakespeare, acto 3, escena 2), y la muchedumbre popular con sus tribunos de plebe (todavía en el siglo XIV reemergen, por ejemplo, con Cola di Rienzo, que tendrá mucho después en Hitler, Richard Wagner mediante, a un ridículo imitador melómano).

Fueron las desorganizaciones propias de la crisis de las autoridades durante los orígenes de la Modernidad —primero, religiosa, y luego, nacional, conforme a Arnold Toynbee—, las que pusieron muchas veces en tela de juicio la idoneidad de las mejor logradas articulaciones del poder. No fue otra cosa el Absolutismo monárquico de Luis XIV o el de los Estuardo, con sus séquitos de filósofos y artistas capaces de justificarlo. Hubo  casos escandalosos, como el de Thomas Hobbes, que no sin razón concibió al Parlamento en un monstruo terrestre (Behemoth) en contraste con el acuático (Leviatán), que al menos protegía la isla de Inglaterra, mientras el primero la diezmaba en su superficie. El poeta cortesano Jean Racine buscó mejorar la posición del buen consejero áulico para, de esta forma, redirigir la voluntad del monarca superpoderoso. Su penúltima tragedia de 1689, Ester, de final feliz, intenta reposicionar la figura de Mardoqueo, el consejero del Rey Asuero de Media y Persia, ambos protagonistas de la meguilá Ester en el Tanaj hebreo. Persuadiendo a la Reina Ester para que se autodelatara judía, salva al remanente judío del Imperio Persa ad portas de un genocidio tramado por otro consejero, Amán, a la vez que ablandando el corazón del poder, logra una vía expedita hacia su cabeza.

Y es que la división del poder en la tradición judía era fundamental. El filósofo del siglo XX, Paul Ricoeur, volverá sobre este punto cuando contraponga al profeta y al príncipe del antiguo Israel. Ya Dante Alighieri pondrá sus armas de poeta y filósofo del derecho al servicio de la división. Es el tema principal de su De Monarquía, que en el fondo no es otra cosa que un claro deslinde de las prerrogativas del Estado y las de la Iglesia, del poder temporal y el espiritual, contra las ambiciones excesivas de los dos partidos preponderantes de la política en los dominios del Sacro Imperio Romano Germánico: los gibelinos, adláteres del un tanto ficticio emperador, y los güelfos, que hacían lo propio con la nada ficticia figura del papa. Ambos, según el gran poeta, estaban equivocados, intentaban subyugar al otro poder.

La distinción entre el temporal y el espiritual formaba parte integral de la antigua polémica por la articulación. Y América no se restó. Cuando en su ensayo historiográfico y poético de 1907, El imperio jesuítico, Leopoldo Lugones, ese Goethe de los argentinos, se detenga a estudiar críticamente el poder del verdadero imperio de los jesuitas, con su metrópoli en las misiones del Paraguay, traerá a colación esta índole de tensiones. Irá hasta los tiempos de Dante para notificarnos la opinión del condenado Papa Bonifacio VIII: “[quien] había sostenido que las dos espadas, la temporal y la espiritual, pertenecían a la Iglesia: una en poder del Papa, y la otra en el del soldado, pero sujeto éste al sacerdote”. Otro tanto, nuestro poeta nacional Braulio Arenas, que en 1970 publicaba su Samuel, un misterio en dos actos y cinco cuadros, en el cual repetirá una y otra vez la tesis según la cual el poder espiritual, representado por el profeta Samuel, para ser tal y no otro, ha debido desasirse del poder temporal, primero vertiéndolo en la persona del rey Saúl y luego en la del rey David, sin que pueda haber otra fórmula: “Dividiré el poder que he recibido. / Nunca más rey seré sobre la tierra” (acto 2, cuadro 4).

El ideal de “pezuña dividida” (Purgatorio XVI, 99) del poder en la Edad Media, dio paso a la división tripartita que se consolidó en Montesquieu. Sin embargo, muy en resumen, ambas eran subdivisiones del poder político y acaso cultural. Con la fuerza que adquirirán los mercados y el hecho indesmentible conforme al cual la política de la guerra pierde potencia comparada con la economía del comercio —según lo expresado por Benjamin Constant en su famoso discurso De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1819): “el comercio siempre gana”—, las teorías economicistas de los siglos XVIII a XX, como la necesidad de combatir ese otro poder que son los monopolios, se entenderá que los poderes del mundo no eran únicamente los políticos. Si a eso agregamos el “cuarto poder”, que no es otra cosa que los medios de comunicación (así llamados por Edmund Burke en 1787), esa prensa imprescindible para Alexis de Tocqueville, y la aparición en una cárcel de la Italia fascista de una idea clave según la cual era la cultura la que de una u otra manera se las arreglaba para modelar la producción de la historia, entonces, poco a poco, se consolida una nueva división tripartita de los poderes: el político, el económico y el cultural. Políticos, empresarios, científicos, artistas, periodistas, líderes religiosos, innovadores tecnológicos saltan de uno al otro, pero tienen su centro en por lo menos alguno.

En Chile, a partir de 1990, parece haberse llegado a una constitución tácita, una especie de pacto no estrictamente cupular: el centro manejaba el poder político; la derecha, el económico; y la izquierda se quedaba con el cultural. A veces representantes de este o aquel hacían incursiones más allá de los confines, pero en general los límites que hacían al uno distinto del otro estaban claros. Alguna vez un político se atrevió a escribir un libro de poesía o un empresario a aventurarse en política. Los resultados no fueron del todo exitosos. En el siglo XX, en cambio, un poeta pudo ser un político nacional importante, y aun más en la arista internacionalista de su partido: Pablo Neruda. Otro tanto había hecho Gabriela Mistral y su consulado magisterial en rincones del hemisferio occidental. Quizás porque la tesis de Gramsci mostraba ya entonces su inteligencia. La cultura es un poder irresistible.

Pues bien, la pregunta obvia que cabe hacerse es la siguiente: aquel poder irressistible, ¿debe dejarse dividir por las frías leyes de la razón como los viejos poderes, de reconocida fisonomía, como el político y el económico? Políticos conscientes de este problema —Stalin, por ejemplo—  intentaron, más que dividirlo, someterlo por entero. Grandes empresarios benefactores del arte —los Rockefeller, entre ellos— lograron acercamientos que pudieron leerse cuales fórmulas de domesticación. Tanto el mundo titulado “libre” como el no tan libre, durante el siglo XX, entraron en tensión y en colaboración con el poder cultural.

La tendencia a la conquista del poder político a manos del cultural, tal vez una manera de contrarrestar la del económico sobre el primero, estrena hoy en Chile un nuevo capítulo. El Presidente, bueno o malo, es un poeta, muchos de sus colaboradores lo son o lo fueron en cierto momento de sus vidas. Obviamente, que lo diga no es un cumplido. Nerón también lo fue, aunque no llegó al poder precisamente por haberlo sido. El veto de Platón a los poetas en la politeia, de tan triste fama, adquiere sentido a la luz de estos datos. ¿Hará falta argumentar que el Ministerio de Cultura tendrá la importancia del de Interior, si es que no la tiene hace demasiado tiempo? ¿Será que nuestra crisis pasa por el hecho de que no baste con dos poderes transnacionales, el económico y el cultural, para solventar una nación, que hasta hoy se había apoyado en un centro, más o menos difuso, de connotación nacional? Parece que la articulación y rearticulación de los poderes en la historia sigue su curso. Acaso el reto será equilibrar los poderes en cualquiera de sus apariciones.