El Mercurio, 13 de septiembre de 2016
Opinión

La Constitución de 1980

Joaquín Trujillo S..

Los argumentos de don Hernán Guiloff para solventar la legitimidad de la Constitución de 1980 son los típicos argumentos revolucionarios que vienen socavando el orden occidental desde que la Revolución Francesa lo horadó. En las dimensiones del gran tiempo histórico, esto ocurrió recién tras la última vuelta de esquina.

Obviamente, una vez perdidos, resulta inconducente volver a esos viejos órdenes, como quisieron muchos grupos europeos obstinados o arcaizantes en los siglos XIX y XX. Más sensatos, en cambio, fueron Gran Bretaña y Estados Unidos. La primera fue exitosa en combinar su orden inveterado con la adaptación a los nuevos tiempos. El segundo, entendió pronto que la revolución se hace una sola vez y que después de ella lo que corresponde es irse modelando con arreglo no a la materia, sino que al espíritu inicial; o sea, su única y vieja Constitución, un emblema nacional.

Pero donde los argumentos revolucionarios, sean de izquierda, centro o derecha, han prosperado, se han impuesto también las visiones óptimas de lo que debe ser una república, argumentos que con toda su buena voluntad suelen dañar la democracia, que es la valiosísima manera en que las visiones óptimas más diversas se las arreglan para convivir pacíficamente.

Las Fuerzas Armadas en 1973 fueron llamadas (por quienes las llamaron) a restablecer el orden constitucional, y no a fundar uno nuevo. El haber fundado uno nuevo con tal desparpajo es precisamente el problema que nos mantendrá por mucho tiempo agotando nuestras energías en asuntos que el país había entendido más de un siglo antes de 1973.

Que no se olvide el señor Guiloff que Chile fue considerado, durante buena parte del siglo XIX, la república más exitosa y floreciente de los ex dominios del imperio español, que mientras otras repúblicas borraban de un plumazo sus Constituciones y redactaban nuevas bajo argumentos similares a los de quienes defienden la novedad de 1980, Chile cada vez que modificó a fondo su Carta, habló de «reforma» (en 1833 y 1925), y que el buen vino se añeja, no se avinagra.

En tal sentido, nuestros antiguos fueron muy cuidadosos con la retórica y la gramática. Ellos vieron el valor de la continuidad, y lo cuidaron. Por eso, si se quiere hacer modificaciones profundas, lo más coherente con nuestra propia historia es tomar el texto de la Constitución de 1925 (que en sí mismo preserva la continuidad) y reformarlo bajo los preceptos democráticos.