El Mercurio, 13 de abril de 2016
Opinión

La Constitución y la continuidad histórica

Joaquín Trujillo S..

La continuidad histórica es más una manera de abordar la realidad siempre cambiante que una descripción exacta de lo que efectivamente ocurre.

Precisamente, en el Chile del siglo XIX, Andrés Bello y sus discípulos estuvieron atentos, digirieron y tomaron posición frente a los sucesos franceses que menciona el profesor Saralegui (Bello hablaba de «apropiarse» de la experiencia de las naciones civilizadas). Es más, el diseño del espíritu de continuidad chileno asumió la lectura de Lamartine y Chateaubriand, observadores geniales de esa Francia escenario de una verdadera tradición revolucionaria.

Basta solamente leer los encabezados de las llamadas Constituciones de 1833 y 1925 para comprobar que ambas se autodescribieron como reformas al texto anterior. Fue solo con los mensajes de Pinochet en 1980 y 1981 que se habla una y otra vez de «la nueva Constitución» y el texto mismo de la de 1980 se presenta como «nuevo».

A diferencia de España, Chile optó por la república y no la monarquía. Y lo logró. Nunca se intentó restaurar seriamente la monarquía y, como dice Miguel Luis Amunátegui, cuando se intentó, se lo llamó «dictadura».

Y es por eso que el «de la ley a la ley» no es un buen ejemplo. Allí, la dictadura, a la larga, restauró la continuidad monárquica, con el acuerdo de Moscú y después la venia del PSOE. No así los intentos de establecer una república en el siglo XIX y el XX.

Reponer simbólicamente el texto de la Constitución de 1925 y sus reformas como pie forzado para reformarlo hasta que luzca conforme a las necesidades de hoy, y recién entonces ponerlo en vigencia (aprovechando de paso todo nuestro acervo constitucional), es la manera de restablecer la continuidad. Esa continuidad, obviamente, no debe desconocer la vigencia de la Carta actual. Decir lo contrario significaría proponer un interregno anárquico.

En este sentido, el punto del profesor Saralegui es fundamental.