El examen post mortem de la reciente encuesta CEP abre una pregunta interesante: ¿muere la política o se transforma y ahora reaparece con más fuerza?
I
Según la interpretación de la gente de orden, digamos, la más conservadora, temerosa de la irrupción de las masas, propensa a la eficiencia y la productividad y contraria a la deliberación, los discursos y las grandes ideas, la encuesta mostraría un grado radical de despolitización de la sociedad chilena. En efecto, un 51% no mira nunca programas políticos en TV; 55% jamás conversa en familia sobre política; 56% no lee nunca noticias sobre política; 61% nunca conversa con amigos sobre política; 69% nunca sigue temas de políticos en redes sociales; un 83% nunca ha tratado de convencer a alguien de lo que piensa políticamente y un 90% nunca ha trabajado o trabaja para un partido o candidato.
Luego, piensa esta gente, el país vive bastante feliz sin política y tiene una pobrísima opinión de los políticos, el parlamento, los partidos, el gobierno, el presidente y sus ministros. La gente aspira a que las autoridades solucionen sus problemas cotidianos: crimen, violencia y vandalismo en las calles; mala atención de salud en el sistema público; escaso crecimiento y bajos ingresos; resultados mediocres de la educación de niños y jóvenes y así por delante. En cambio, no prestan atención ni les preocupan asuntos esotéricos —que sí fascinan a los políticos— como reformas constitucionales, derechos humanos, desigualdad, integración o desintegración tributaria, etc.
Esta visión de un país cuya población se halla volcada únicamente a resolver problemas cotidianos, donde el crecimiento económico aparece como pivote de la vida en sociedad, y donde predomina de forma absoluta la esfera privada —el consumo, la familia, el futuro de los hijos— se complace con la radical despolitización de la polis. Este fenómeno, se argumenta, sería una muestra de modernidad; una suerte de normalización de la democracia que deja de ser lucha de clases para dar paso a un orden debidamente pacificado. Cada uno, en su casa, cultivando su jardín. Ahora solo faltaría dar a esta ciudadania privada mayores opciones de bienestar individual, acceso cada vez mayor a bienes y servicios, seguridad en el empleo, canales de movilidad y el estatus de una gran, diversificada, pacífica, integrada y cada vez más feliz clase media. ¡Las cosas no podrían ir mejor!
II
Según la lectura de los anti-sistema, digamos, la gente que aspira a un orden distinto y desprecia la privatización de la existencia colectiva y el vaciamiento de lo público, la autopsia de la despolitización es completamente distinta. El consumo de política y la participan de baja intensidad en esta actividad medida por las encuestas serían un indicador fútil y engañoso. Esta medición incorrecta reduce la política a una suerte de libre elección individual, la explica como un fenómeno de mera utilidad personal y la enmarca férreamente dentro de los límites del Estado nacional.
Más bien, la despolitización así entendida reflejaría el avance de los mercados y de las políticas neoliberales, cuyo efecto buscado y agregado sería, justamente, reducir —hasta casi hacer desaparecer— a la polis, jibarizar el Estado y transformar, en todo lo posible, la vida colectiva en contratos, intercambios, precios, oferta y demanda, competencia y satisfacción del propio interés de cada individuo. La supuesta despolitización no sería entonces otra cosa, en esta clave, que un fenómeno de alienación sistemáticamente inducido.
Pero en paralelo correría —y he aquí el interés de este otro análisis post mortem— de una repolitización de la sociedad bajo otra modalidad: más radical y profunda, cargada de potencial revolucionario, alejada de los cauces normales de la democracia burguesa.
Veamos, con un ejemplo tomado de otro medio electrónico, cómo se despliega este argumento típico de la que podemos calificar como izquierda alternativa. Sostiene que la repolitización, o nueva politización de la sociedad, viene de la mano con “…la irrupción de movimientos sociales que se organizan en torno a cuestiones que van más allá de los conflictos inmediatos que viven sus participantes, que buscan impactar en las formas en que se organiza el poder de decisión y distribución de recursos. Este es el caso de los movimientos en torno a la seguridad social, y la crisis socioambiental, un movimiento mapuche que no solo demanda, sino que ha ido construyendo en la práctica su autonomía, o el movimiento feminista de estos últimos dos años [que] no es un movimiento “político” en un sentido restringido, partidario, estatal, pero sí lo es en un sentido más amplio y productivo: logra poner temas sobre la mesa, conduce movilizaciones masivas, y estructura su actividad y sus debates no solo en torno al imaginario del poder sino a las estrategias en las que éste se construye o disputa.” Y concluye: “A contrapelo de un concepto reducido de la política, lo que quiero señalar con estos ejemplos es que en Chile nuevamente se está comenzando a hacer política por fuera del Estado, y en algunos casos, por fuera de los partidos. […] Por lo anterior, sería un error entender que hay participación activa en el debate político solo cuando se debate sobre la actividad partidaria en el Estado. O cuando eso se da en los términos conocidos y deseados por quienes analizamos desde la izquierda. Quizá es ahí donde vino la confusión para quienes interpretan los resultados CEP como signo innegable de despolitización”.
En fin, desde esta visión, lo que ocurre no es una progresiva despolitización de la polissino una ampliación de esta última hacia nuevos campo de lucha en el seno de la sociedad civil.
III
Al medio de ambas lecturas, en una tercera autopsia del argumento de la despolitización, podría conjeturarse que los resultados de la encuesta CEP apuntan a un problema emergente de gobernabilidad.
En efecto, la democracia está funcionando con un bajo involucramiento y participación, las instituciones centrales se hallan envueltas en una crisis de confianza, gobierno y oposición no logran establecer un diálogo productivo, hay pocas figuras relevantes, el liderazgo del presidente es débil y, en general, se observa una distancia en aumento de la gente respecto de la polis.
Por su lado, la idea de que los déficits institucionales y de legitimidad del sistema político apuntan a un desplome revolucionario es sencillamente una fantasía. Efectivamente, los llamados movimientos emergentes que hoy aparecen como expresiones rebeldes/rupturistas a los ojos de algunas lecturas representan en su mayoría luchas por integrarse a los beneficios de la sociedad contemporánea antes que amenazas para las bases del orden institucional. Ponen a la luz del día la débil o entrampada gobernabilidad de nuestra democracia antres que anunciar un hundimiento del capitalismo, agudizando así el efecto de alienación masiva de la política.
De esta manera, la despolitización formal de la ciudadanía medida por las encuestas se acompaña por una politización alienante de minorías que busca movilizar intereses locales y particulares bajo consignas que exhiben una creciente deriva de radicalización utópica. A una alienación masiva de la política producida por un retraimiento hacia la esfera privada, se agrega así una alienación retórica de minorías que en cada protesta adivinan un desmoronamiento del sistema.
Es el mismo juego de ‘integrados’ y ‘apocalípticos’ que Umberto Eco identificó como reacciones contrapuestas frente a la irrupción de la televisión en la sociedade europea de la segunda mitad del siglo pasado. Los ‘integrados’ de hoy ven la despolitización como un progreso del orden moderno que racionaliza los anhelos y deseos populares transformándolos en motivos de consumo y adquisición de bienes y status. Por el contrario, los actuales ‘apocalípticos’ leen la despolitización como un preludio al fin de un sistema cuyos mecanismos de representación y reproducción se habrían agotado; de allí emergerían nuevas fuerzas que —surgidas fuera y en contra del ordenamiento estatal— supuestamente movilizan reclamos y deseos que el status quo no podría procesar. Es decir, en vez de ver demandas por integración en las esferas material y simbólica de una sociedad del bienestar —mayor ingreso, servicios públicos efectivos, gratuidades con copagos, bonos de desempeño, flexibilidad laboral, seguros contra ‘riesgos manufacurados’, participación en el status mesocrático, identificación meritocrática,etc.— los ‘apocalípticos’ ven fantasmas de la memoria y la imaginación que llevarían al la desaparición del (falso) bienestar capitalista y a su reemplazo por un orden bien diseñado, planificado por la razón, libre de fricciones, sin estratificación ni diferencias, abundante en compensaciones no-monetarias, entreverado con una fraternidad acerada y una Ingeniería de las alma.
Al final , la dialéctica de estas dos lecturas extremas de la despolitización—integrada y de apocalípticos, conformista y de rechazo—sólo contribuye a aumentar los efectos de la despolitización que, de lado y lado, empuja hacia formas cada vez más amplias de alienación. Entremedio queda atrapanda la sociedad realmente existente en una espiral de gobernabilidad bloqueada, frustrada, cuya prolongación nada bueno presagia.