El Mercurio, 24 de septiembre de 2017
Opinión

La exquisita torpeza de Buster Keaton

Ernesto Ayala M..

Algunas joyas en Youtube:
-«Sherlock Jr.» (1924).
-«The Navigator» (1924).
-«Seven Chances» (1925).
-«Battling Butler» (1926).
-«The General» (1926).

Hace cien años atrás, mientras en Rusia una revolución seguía a otra, y en Chile vivíamos bajo la presidencia de Juan Luis Sanfuentes, Buster Keaton (1895-1966) hacía su primera aparición en el cine. Fue en un corto llamado «The Butcher Boy», de Roscoe «Fatty» Arbuckle, un actor y director que entonces era una estrella de la comedia muda, pero que hoy reconocemos por haberle dado esa oportunidad a Keaton.

Keaton, de 21 años, hasta ese momento solo poseía una larga carrera con sus padres en actos de vodevil, donde, desde muy chico, era literalmente arrojado de un lado a otro del escenario. Pero esos años de entrenamiento en acrobacias, caídas, gags y maniobras de todo orden se convertirían, por supuesto, en el material básico de su actuación y de su cine. Aunque eso es solo una parte de la historia. Diez años más tarde Keaton se habría convertido, junto con Chaplin, no solo en uno de los grandes comediantes del cine mudo, sino en uno de sus grandes directores (algo que, sin embargo, la industria y la crítica tardaron décadas en reconocer).

Es cierto que la personalidad cinematográfica de Keaton y su cine se mezclan y parece difícil distinguir entre la admiración que produce su actuación de la que produce su puesta en escena. Ambas cosas, sin embargo, encajan al punto de armar una sola pieza. La famosa cara imperturbable, el estoicismo a toda prueba, la restringida elegancia de las expresiones del actor tienen un correlato evidente en un cine que ama el movimiento, la composición geométrica, la lógica narrativa y escabulle todo énfasis o manipulación sentimental. Es rigor, es plasticidad en el dominio del tiempo y el espacio. Chaplin, al lado de Keaton, con todo lo genial que es, posee la moral del folletín, del culebrón, del melodrama del siglo XIX. Keaton, en cambio, es madera seca, contención y reserva. Cerebral, sin ser por eso frío, está mucho más cerca de las tensiones artísticas propias del siglo XX.

Como bien apuntan Cavallo y Martínez en «Cien claves del cine», Keaton, a diferencia de Chaplin, no construyó un personaje, sino una actitud. A lo largo de sus cortos y largos, su personaje podía ser pobre o millonario, maquinista de la guerra civil o inversionista de la bolsa, pero siempre aparecía un hombre pequeño, débil, incapacitado para la vida cotidiana, sobrepasado por la vida, sin habilidad para la acción, inútil incluso para realizar una adecuada declaración de amor. Su torpeza ontológica, sin embargo, es puesta a prueba típicamente cuando se enamora y Keaton debe salir a enfrentar las pruebas que esta nueva condición le pone adelante. Sus únicas herramientas son entonces la persistencia y dignidad que nace, justamente, del deseo. Todo esto puede parecer algo ingenuo, y lo es, pero, como dice Fernando Trueba en su «Diccionario de cine», «el cine de Keaton es el Paraíso, es anterior al pecado original, todo en él es trasparencia, es la inocencia de la imagen. Es el mayor grado de elaboración y sofisticación a que puede aspirar el Arte sin dejar de ser primitivo».

Ver hoy el cine de Buster Keaton -fácilmente accesible gracias a YouTube, a veces incluso en alta resolución- exige quizás ponerse en un plano de inocencia preadánica, pero las recompensas son grandes. No solo está la risa y el asombro constantes, sino el encanto, la elegancia, la precisión de los recursos, la creatividad de las soluciones, el amor por el movimiento y el plano continuo, la fluidez imposible de su mundo. Sus películas son trepidantes, armadas como piezas de relojería, pero al mismo tiempo conservan la frescura con que fueron hechas. En ese sentido, aplica en ellas la premisa de Bloom respecto de los libros clásicos: tienen algo familiar y al mismo tiempo son profundamente nuevas, extrañas, inimitables.