El Mercurio
Opinión

La figura presidencial

Joaquín Trujillo S., Juan Luis Ossa S..

La figura presidencial

Una división clara de los poderes del Estado combinada con la mantención del vínculo directo entre la ciudadanía y la figura presidencial augura un sentido más estricto y visible de la responsabilidad.

Cualquier análisis sobre la figura presidencial en Chile debe considerar dos niveles: por un lado, los aspectos normativos que regulan el quehacer de los presidentes. Por otro, los contextos y prácticas que sustentan el presidencialismo. A continuación, nos detenemos en tres elementos que combinan ambos niveles con vistas a sugerir por qué un sistema presidencial continúa siendo, a pesar de las opiniones en contrario, una buena opción.

El primero atañe al convencimiento de los creadores de la presidencia —comenzando en Estados Unidos, continuando en Latinoamérica— de que una correcta separación de los poderes depende de no confundir la labor ejecutiva con la legislativa. Históricamente, los presidentes de la República fueron concebidos como reproducciones modernas de los monarcas absolutos, cuestión que para muchos comentaristas sería razón suficiente para eliminar cualquier tipo de tradición presidencialista. Aunque en parte cierta, esta crítica pasa por alto que el absolutismo concentra todas las atribuciones en una sola persona, una característica que en los presidencialismos no ocurre habida cuenta de la división de poderes entre el Ejecutivo y el Congreso.

En los regímenes parlamentarios y semipresidenciales, en cambio, la separación de los poderes es menos nítida. En efecto, los primeros ministros británicos concentran muchas veces más poder que los presidentes estadounidenses. En los sistemas semipresidenciales, en tanto, podrá ocurrir que, como en Francia, el jefe de Estado acumule tal cantidad de facultades que sea más influyente que las autoridades que se rigen según el régimen presidencial. En el caso chileno, y siguiendo a Christopher Martínez, el tan mentado “hiperpresidencialismo” suele toparse con una serie de barreras —como el Banco Central, el Tribunal Calificador de Elecciones o el Tribunal Constitucional— que hacen del presidente alguien mucho menos poderoso de lo que suele creerse.

Un segundo factor es el de la mediatización, el cual —al menos en Latinoamérica— refiere a la relación entre la ciudadanía, el acto de votar y la consiguiente elección de la autoridad ejecutiva. En los sistemas presidenciales dicha relación es directa; en los semipresidenciales (y también en los parlamentarios), indirecta. En estos últimos casos, los ciudadanos no eligen a quienes los gobiernan, sino a lo sumo a los jefes de Estado. Las voces que proponen que toda la toma de decisiones sea procesada por el Legislativo tienden a exagerar de manera algo voluntarista el papel supuestamente virtuoso de los parlamentarios. Por supuesto, el presidente no es forzosamente garantía de virtud. Sin embargo, la histórica figura presidencial es más compatible con el espíritu inmediatista de la época actual.

El tercer factor es el de las responsabilidades institucionales. Una cuestión principal, porque uno de los axiomas del Derecho es que a mayor número de actores, aquellas se dispersan. Ciertamente, la democracia distribuye las responsabilidades. No obstante, muchas veces la excesiva fragmentación de los representantes en el Legislativo las diluye de una manera indeseada. Para qué decir si el jefe de Gobierno responde nada más que a los parlamentarios. El hecho de que junto al Congreso se mantenga la presidencia (la que, a la par de sus equipos, tiene altos grados de responsabilidad) obliga al sistema político a ser más consciente de las consecuencias de sus actos. Por el contrario, atomizarlas —tal como ocurre en los regímenes parlamentarios— podría propiciar una paranoia muy propia de nuestro tiempo: la de la política de los contubernios de los representantes contra sus representados.

En definitiva, una división clara de los poderes del Estado combinada con la mantención del vínculo directo entre la ciudadanía y la figura presidencial augura un sentido más estricto y visible de la responsabilidad. Mantener al poder bajo control de los poderes y a los poderes bajo control del poder, ese debería ser el objetivo de una futura adecuación del régimen político.