El Mercurio, 16 de marzo de 2018
Opinión

Las costumbres de la democracia

David Gallagher.

La transmisión de mando es una ceremonia republicana que une a los chilenos. Justo lo que piensa hacer el Presidente Piñera en su cuatrienio. Como los antiguos gobiernos de la Concertación.

Chile tiene una de las tradiciones democráticas más contundentes del mundo. Por algo la misma dictadura planificó volver a ella, lo que es inusual en dictaduras. Cosa de preguntarles a los cubanos, cuya dictadura pronto cumplirá 60 años. O a los chinos, ahora que Xi Jinping decidió ser su presidente vitalicio. O a los venezolanos, con su implacable dictadura narco, sostenida por miles de agentes cubanos. En Chile valoramos nuestra democracia y sabemos ejercerla.

Por eso insistimos en preservar ritos democráticos antiguos aun cuando parezcan pasados de moda. Por ejemplo, el día de la votación. Eso de escondernos en un cubículo detrás de un trapo que hace de cortina, para marcar nuestra opción con un lápiz rudimentario, en un papelito que doblamos y sellamos antes de salir a depositarlo en la urna. Enseguida la felicidad de recuperar el carnet, no por desconfiar de los vocales, sino porque cierra un proceso cívico que nos enorgullece. Uno que además borra el tiempo, porque nos conecta con todos los seres que éramos cuando votábamos antes. También borra distancias, porque nos une a millones de compatriotas que ese día hacen lo mismo. ¡Ojalá no cambiemos a voto electrónico, como en Venezuela! Como decía Hayek, toda tradición antigua vale, a menos que pase a hacer daño. Hay costumbres que pueden haber perdido su sentido práctico, pero que cabe preservar, porque la comunidad se reconoce en ellos.

Otro rito admirable: el de la transmisión de mando. Igual cada cuatro años. Una ceremonia austera, hasta aburrida, pero de gran dignidad. Primero la larga lectura legalista del decreto del Tricel. Después la entrega de la banda y la piocha. La salida de la ex Presidenta con todos sus ministros. Ya sin banda, ella sale aceptando que, en democracia, los emperadores terminan, si no desnudos, desprovistos de los símbolos del poder. Finalmente el juramento o promesa de los nuevos ministros. Ningún discurso que pueda provocar polémica. Predomina la institucionalidad, y por si nos olvidáramos, el lenguaje leguleyo al que se recurre nos recuerda que aquí todos, incluido el mandatario nuevo, estamos sujetos al imperio de la ley.

El domingo pasado esta sobriedad fue interrumpida solo por tres miembros del Frente Amplio, y eso que los ahogó la solemnidad del conjunto. Un diputado llegó vanidosamente disfrazado, otro llevaba una bandera chilena con la consigna «el agua para Chile», y una diputada exhibía un cartel que decía «Macri: libera a Milagro». Se refería a Milagro Sala, la dirigente kirchnerista presa en Jujuy desde enero de 2016, por fraude y extorsión. El Papa la quiere. Le mandó un rosario bendito ese año, y más adelante, una carta cariñosa de su puño y letra. Pero con todo respeto al Papa, ella representa lo peor del actuar violento y mafioso de los operadores kirchneristas. Es la antítesis de todo lo que se manifestaba ese día en Valparaíso. Por eso el gesto de la diputada nos sirvió. Nos recordó prácticas nefastas de las que nos hemos salvado en Chile. Nos permitió compararlas con lo que tenemos. Por algo los extranjeros que había estaban maravillados. Un ecuatoriano me dijo que en su país una transmisión de mando duraba cinco horas, con un discurso del presidente entrante (muchas veces el mismo que el saliente) que ocupaba una buena parte de ese tiempo. El domingo nos bastó con cuarenta minutos.

La transmisión de mando es una ceremonia republicana que une a los chilenos. Justo lo que piensa hacer el Presidente Piñera en su cuatrienio. Como los antiguos gobiernos de la Concertación. Tan distintos al que se despidió el domingo, cuyos últimos días parecían querer comprobar ese dicho de la ex presidenta de que «cada día puede ser peor».