La lección ante un error como este, cuyas consecuencias pueden apreciarse a lo largo de toda la propuesta constitucional rechazada, debe ser inequívoca: en la próxima Convención deben privilegiarse reglas electorales que favorezcan mayorías y una disciplinaria partidista que facilite el cumplimiento de los acuerdos alcanzados.
Nuestra experiencia reciente es un ejemplo dramático de cómo un proceso mal diseñado puede repercutir negativamente en las negociaciones y deliberaciones constitucionales, contribuyendo en parte importante al resultado del domingo pasado.
Son muchas y muy variadas las causas del fracaso de la propuesta constitucional en el plebiscito de salida, las que seguramente nos tomará tiempo desentrañar en detalle. Pero ante el desafío constitucional que todavía debemos enfrentar, es urgente prestarle atención a una de ellas sobre la que poco o nada se ha dicho: los múltiples errores en el diseño del proceso constituyente. Detenerse en estos errores nos permitirá sacar lecciones muy valiosas sobre cómo continuar nuestra discusión constitucional sin volver a tropezar con la misma piedra.
Puede parecer evidente, pero la literatura especializada ha enfatizado una y otra vez la necesidad de prestarle atención al diseño de los procesos constituyentes (tanto en lo referido al órgano a cargo de la redacción como al procedimiento de elaboración de normas), por la importancia que éste tendrá en el resultado final del texto constitucional. Sin ir más lejos, nuestra experiencia reciente es un ejemplo dramático de cómo un proceso mal diseñado puede repercutir negativamente en las negociaciones y deliberaciones constitucionales, contribuyendo en parte importante al resultado del domingo pasado.
Pensemos, por ejemplo, en el error que significó permitir que independientes compitieran en listas electorales. Su indisciplina y falta de predictibilidad ideológica, así como la atomización que produjeron dentro de la Convención, hicieron imposible toda negociación constitucional. Como bien señala Jon Elster, una buena constitución constituye una pieza compleja de ingeniería, un conjunto de subsistemas interconectados que se ajustan finamente entre sí. Esta realidad supone que prácticamente toda negociación constitucional debe ser realizada en ‘bloque’, esto es, teniendo presente las implicancias sistémicas que cada acuerdo tendrá sobre todos y cada uno de los subsistemas constitucionales. Para retratar esta exigencia: no se puede discutir el diseño constitucional de la tramitación legislativa en el Congreso sin antes tener definiciones básicas sobre el sistema electoral de los parlamentarios y la justicia constitucional, porque estos dos subsistemas podrían tener un impacto importante sobre aquél.
Esta exigencia básica de toda negociación constitucional, que ya resulta difícil de cumplir en un sistema político tan fragmentado como el nuestro, se vuelve sencillamente imposible si a esto sumamos una alta presencia de independientes. No solo porque ellos producen una atomización extrema, que resiente cualquier liderazgo capaz de conducir negociaciones cuyos acuerdos puedan ser honrados posteriormente. Peor aún, muchos de estos independientes responden a una ‘política unidireccional’, es decir, a una plataforma política que solo propugna públicamente a un único tema o interés. Así por ejemplo ocurrió con los eco-constituyentes, de quienes poco o nada sabíamos más allá de su interés por una protección eficaz del medio ambiente y el agua.
En esto, no debemos equivocarnos: puede que las causas que defiendan sean muy nobles, pero la ausencia de definiciones esenciales que ellos profesan genera incentivos muy problemáticos en una deliberación constitucional, por el poder negociador que ellos adquieren. Un episodio ocurrido en la Comisión de Sistema Político es representativo de ello: cuando ésta debía adoptar la primera definición en torno al uni o bicameralismo, una convencional de los escaños reservados sabía que contaba con el voto decisivo. Coincidencia o no, al llegar a la votación en que esta disyuntiva debía ser zanjada, la misma convencional tenía presentadas dos propuestas sobre la organización del poder legislativo, una que proponía un Congreso unicameral y otra distinta que hacia lo propio por uno bicameral. Esta anécdota refleja como la impredictibilidad ideológica de tantos convencionales elevó a tal punto los costos de transacción de adoptar acuerdos que fue imposible desarrollar negociaciones en bloque. Pero incluso en las veces que era posible llegar a acuerdos sobre temas muy particulares, igualmente predominaba la indisciplina y esos acuerdos eran rechazados. Sin ir más lejos y siguiendo con la anécdota de la Comisión de Sistema Político, luego de que esa primera definición fuera adoptada se confeccionó un primer informe del que, al ser votado en el pleno, sólo resultaron aprobados 3 de 95 artículos.
La lección ante un error como este, cuyas consecuencias pueden apreciarse a lo largo de toda la propuesta constitucional rechazada, debe ser inequívoca: en la próxima Convención deben privilegiarse reglas electorales que favorezcan mayorías y una disciplinaria partidista que facilite el cumplimiento de los acuerdos alcanzados.
Pero como éste, son ciertos los errores que se cometieron al diseñar la Convención Constitucional. Algunos son más evidentes, como la ausencia de un órgano independiente que proporcionara asesoría técnica dentro de la Convención (algo que la Secretaría Técnica nunca hizo, por expreso diseño de los convencionales) o que la Comisión de Armonización funcionara únicamente en las últimas semanas del cronograma constitucional y sin mayores atribuciones (en contra de la recomendación de casi todos los expertos). Pero junto a ellos también se cometieron muchos otros errores más sutiles y difíciles de identificar, como exigir un quórum de aprobación de normas distinto en las comisiones y el pleno, que la integración de las comisiones temática no tuviera reflejar la distribución de fuerzas políticas del pleno, que no fuera necesario exigir competencias técnicas a los asesores de los convencionales o que los convencionales no fueran inhabilitados por algún tiempo a desempeñar cargos de exclusiva confianza o en la alta dirección pública después de concluido el encargo de la Convención.
Todo ello lleva irremediable a dos lecciones. Primero, son tantas las cosas que pueden salir mal al diseñar un proceso constituyente, que tal vez sea mejor no dejarse embargar por la ansiedad o demandas de inmediatez que impregnan el ambiente político. Muchos de los peores errores que se cometieron en el proceso pasado responden justamente a la presión de mostrarse ante la ciudadanía actuando rápida y decisivamente. Y segundo, muchos de los errores más sutiles del proceso se cometieron en el reglamento de la Convención. Ello invita a pensar que tal vez podría ser una buena idea establecer una comisión de expertos a cargo de la redacción del nuevo reglamento, a fin de evitar la presión que le supondría a la nueva Convención cumplir con esta tarea con el reloj corriendo en contra. Evidentemente se tendría que entregar a los convencionales la posibilidad de reformar este reglamento en caso que sea necesario, pero comenzar este trabajo con tiempo y siendo asistido por funcionarios del Congreso (quienes conocen mejor que nadie las sutilezas de los procedimientos legislativos) permitiría adelantar mucho trabajo y anticipar posibles problemas en base a la experiencia que hemos ido acumulando en estos últimos tres años.
Mientras tanto, quienes fuimos testigos privilegiados del trabajo de la Convención debemos comenzar por identificar algunos de estos errores, prestando especial atención a aquellos más sutiles que podrían afectar la futura deliberación y negociación constituyente. No debemos olvidar nunca que, como he dicho en tantas oportunidades, el demonio se esconde precisamente en los detalles. Y los errores en diseño constitucional, aprendimos el domingo, se pagan muy caro.