La Tercera
Opinión

Los discretos puentes de antaño

Joaquín Trujillo S..

Los discretos puentes de antaño

Nos hemos malacostumbrado a una historia en la que las tensiones oficiales son las que cuentan, mientras que las proximidades privadas solo sirven para tramas inconfesables en público. Pero la historia política también está amoblada de estos otros casos, unos en los que el refinamiento del poder logra una sofisticada artesanía prudencial.

En los años de ese ensayo general de la Segunda Guerra Mundial que fue la Civil Española, hubo una versión chilena de los Frentes Populares cuya filial hispana protagonizaba la catástrofe en aquella madre patria. Mientras llegaban las noticias de masacres, sacrilegios en iglesias, fusilamientos sumarios y ese largo etc. que Neruda resumió desde el punto de vista republicano en su extraordinario poema “Explico algunas cosas”, el Partido Radical y la izquierda en general más algunos liberales apoyarían a Pedro Aguirre Cerda, quien venció encabezando, precisamente, al Frente Popular chileno en 1938.

Muchos lo vieron con horror. Mi abuelo recordaba vívida una escena. Tenía 11 años y varias tías y primas entraban en su casa. Buscaban al padre de mi abuelo, que apoyaba a su amigo Pedro, y lo encaraban, le decían que se avecinaba una guerra al estilo español, que los rojos intentarían destruir la Iglesia. El padre de mi abuelo dejó el taco de billar y les anunció: “Nada de eso pasará, porque nosotros tenemos en Chile a la Juanita, que es más católica que todas ustedes juntas”.

Juana Aguirre Luco era la prima hermana y esposa de Pedro Aguirre (Mistral les dedicó su “Desolación”). Quienes la conocieron bien (era la hermana de un cuñado de ese bisabuelo), sabían que era una poderosa reina discreta, que sus lazos de amistad se expandían por toda la sociedad chilena, recorrían la élite más rancia, la intimidad de los sectores populares y salían a Estados Unidos. Además, era amiga del cardenal José María Caro, el primer príncipe criollo de la Iglesia, que procedía de condición muy humilde. En lugar de tirar de estas hebras para la corrupción, reforzándolas en complicidades vulgares, en el descaro y, en general, esa acumulación histérica que exhiben a veces quienes logran el poder por primera vez en su vida, la señora Juana Aguirre lo dirigió a fomentar los vínculos que hacen vivible el mundo. Los de los sectores conservadores, a los que ella pertenecía, con los más progresistas, que eran los de su marido, famoso orador masón. Pero también para desactivar bombas de tiempo de la entonces llamada “lucha de clases”. La señora Aguirre movilizó a la sociedad completa para llevar regalos de Navidad a todos los niños pobres en los rincones apartados de la República. Entendió que era en la infancia temprana donde debía erigir un bastión inexpugnable del amor y el cariño.

Recientemente, la historiadora Cecilia Morán ha publicado un libro sobre ella y otras “primeras damas” chilenas.

Nos hemos malacostumbrado a una historia en la que las tensiones oficiales son las que cuentan, mientras que las proximidades privadas solo sirven para tramas inconfesables en público. Pero la historia política también está amoblada de estos otros casos, unos en los que el refinamiento del poder logra una sofisticada artesanía prudencial. La de los puentes ocultos del campo chileno. De cabro, recuerdo que los descubríamos sobre las acequias y esteros, ocultos entre los matorrales.