El caso que no tiene remedio es el Premio Nacional. Desprestigiado por sus omisiones que puedan llamarse terrorismo de Estado.
Los antiguos escuchaban atónitos las guerras de Aquiles o de Martín Fierro. Eran verdaderos recitales que la multitud seguía boquiabierta. Luego, mucho después, esos poemas llegaron a las bibliotecas como a mausoleos en los que siguen todavía.
Si alguien interrumpió al cantor tal vez pudo darse un duelo de palabras, un diálogo, una controversia. Como certamen de payadores o de raperos, el mundo poco a poco conoció el teatro que inicialmente se parecía a eso. Y se desplegó en distintas formas. Desde versiones callejeras a las de inmensos cráteres pulidos por el uso. Y también llegó a los anaqueles en los que reposa en condición de libro.
La popularización de la lectura a partir de la invención de la imprenta puso a los libros primero. El mundo supo de personas que leían en voz alta novelas en medio de auditorios atentos. Asimismo, a quienes, faltos de compañía, los disfrutaron en voz baja sin retornar al mundo real. Don Quijote, Hamlet, Fausto son los grandes lectores de la época Moderna y fueron trastornados por haberse convertido en secretas cajas de resonancia en las que retumbaban los libros.
La historia de los géneros literarios es compleja y fascinante. Resumirlos en tres (poesía, narrativa y teatro) es mucho simplificar. Basta con decir que el ensayo y la crónica no podrían quedar fuera. Y en Chile hemos tenido a grandes como Joaquín Edwards Bello y Jorge Millas.
La Academia Sueca, la institución más prestigiosa en Occidente, ha dado varios golpes a la cátedra desde que comenzó a entregar el Nobel de Literatura. Se lo concedió a un historiador-ensayista como Theodor Mommsen, a una monumental documentalista-periodista como Svetlana Alekseivich, y en 2016 le recordó al mundo que la literatura, antes que negocio de gigantes editoriales, ha sido un canto oral, y distinguió a Bob Dylan.
Durante el siglo XIX se decía que Chile tenía literatos, pero no poetas. En el XX, ese mito absurdo fue derrotado por una pléyade triunfal que va de Carlos Pezoa Véliz a Rosabetty Muñoz, pasando por muchos más famosos.
Porque la literatura es de esos territorios que no pertenecen a ningún partido, idea preconcebida, nada. Lo que era, ya no es; y lo que era imposible, resultó que era posible. Los vagones de cola hacen tanto el ridículo. Pretenden subirse a un tren que se desvanece y no abordan el que empieza a refulgir en la niebla matutina.
El caso que no tiene remedio es el Premio Nacional. Desprestigiado por sus omisiones que puedan llamarse terrorismo de Estado. Y en los últimos años, reduciendo toda la diversidad del universo literario a solo dos géneros: poesía y narrativa. Más binario, imposible.
No lo digo por la última galardonada, que sin duda lo merece, y no hace poco tiempo, tampoco por sus jurados que me consta son muy competentes. Lo digo por la fórmula binominal que sigue aplicándose con efecto herbicida.
Y no es culpa de la ley, porque ella no obliga a nada de eso. Son intentos de imponer tradiciones, o mejor dicho, masacrar costumbres.