El País
Opinión

Los libros y nuestro entendimiento del mundo

Luis Eugenio García-Huidobro H..

Los libros y nuestro entendimiento del mundo

La razón de forzar la lectura ajena no me parece que radique en consideraciones individuales, sino en una deuda generacional de quienes crecimos acompañados de libros, un privilegio que no hemos sabido transmitir.

Es diciembre de 2022 en Lahore, una ciudad donde todo parece sucio, gris y amenazante. Pero incluso en lugares así existen afortunadas excepciones. Una de ellas es la librería Readings, cuya fachada de cristal desnuda cinco pisos de una luminosidad, colores y estética que parecen salidas de la cinematografía de Baz Luhrmann.

Estoy en la sección de novedades y recomendaciones cuando una vendedora me ofrece su ayuda. La rechazo cordialmente, pero al escuchar mi acento, me pregunta por mi país de origen. ‘¡Chiri!’ exclama con repentino interés. Obviando mi negativa, Misha me señala el estante de mi derecha y me enseña Un Verdor Terrible de Benjamín Labatut. Me pregunta qué me ha parecido el libro y, sin esperar respuesta, me confiesa que hace años no leía algo tan interesante. Comenta con entusiasmo que hace unas semanas les llegó el nuevo libro de Lina Meruane. Habla con admiración de Bolaño, Parra y Mistral. Me explica que con sus excompañeros de universidad han discutido la posibilidad de traducir a Neruda al urdu.

Mientras la escucho divagar sobre autores chilenos, se viene a mi memoria las recriminaciones de los alumnos de uno de los cursos que impartí ese semestre, quienes se quejan insistentemente por la cantidad de lecturas asignadas. Dos de ellos incluso me reprochan hacerles leer un libro completo, algo que por sus expresiones intuyo no debe ser frecuente. Seguramente hay mucho de oportunismo en estos reclamos. Pero en ellos también emerge una imagen que lleva un tiempo asechándome: la de una generación que, pegados como monjes al dios de la pantalla (la imagen es de Meruane), son indiferentes a los libros o, al menos, se aproximan a ellos con temor o desdén.

La pregunta sobre Labatut sigue flotando por otros segundos hasta que finalmente le reconozco no haberlo leído. Me mira con extrañeza y me pregunta si acaso en Chile no valoramos a nuestros escritores. Nos reímos. Le invito un café para continuar la conversación y aprender algo sobre literatura punjabi, pero al poco rato le pregunto por Pakistán, buscando dirigir la conversación hacia el caos en que la política nacional está sumida hace meses. Me insiste con los libros. Sugiere que en un país en el que la curiosidad y afectividad están tan restringidas, ellos ofrecen un sustituto para explorar la vida a través de otros. Como mujer de clase media perteneciente a una familia religiosa, me confiesa, la lectura muchas veces ha sido la única alternativa disponible para encontrar respuestas. Me aclara que en ello no está sola: todos los martes por la tarde se reúne con otras mujeres a discutir libros que describe como trasgresores o escandalosos. Menciona a Houellebecq, Nabokov, Hitchens y Bukowski. Su experiencia parece una representación de las memorias de Azar Nafisi, en las que relata la enriquecedora experiencia de reunirse en secreto con un grupo de estudiantes iraníes a leer Lolita de Nabokov.

Días después de ese encuentro ya he devorado Un Verdor Terrible. Poco después de llegar a Santiago hago lo mismo con La Piedra de la Locura. Y este verano también me toma solo unos días terminar Maniac. En todos ellos la pregunta que subyace a la narración es la misma: ¿cuándo dejamos de entender el mundo? Desde esta perspectiva, es fácil entender el atractivo que la narrativa de Labatut puede producir en alguien como Misha. En un Estado fallido como Pakistán, el mundo parece nunca haber tenido mucho sentido; ni ahora, ni durante el genocidio que terminó con la independencia de Bangladesh en los setenta, ni durante los horrores de la partición con India en 1947.

La pregunta por sí misma es escasamente novedosa. Muchos autores antes que él, como Dostoyevski o Unamuno, ya han sugerido que el ser humano parece estar condenado a formularse preguntas que no es capaz de responder. Pero Labatut extiende esta indeterminación al plano de las certezas que hasta hace poco proporcionaban las ciencias exactas, ese lugar que por siglos operó con una fría precisión newtoniana. Ese mismo lugar que Bohr, Heisenberg, Pauli, Schrödinger o Dirac terminaron de demostrar que también está regido por incertidumbres e interrogantes. La genialidad de Labatut es introducir al lector a una revolución científica que sustituyó el principio aristotélico de no contradicción por el gato de Schrödinger, algo que incluso el propio Einstein rechazó inicialmente, al advertir que ello supondría aceptar que el universo está modelado por un Dios que juega a los dados.

Parte de esta genialidad es también retratar con crudeza las angustias o dudas existenciales que embargaron a los protagonistas de esa revolución. Por ejemplo, en aquellos años el físico austriaco Paul Ehrenfest se quejaba con Einstein de muchos de esos descubrimientos y le reconocía amargamente que “la mayor parte del tiempo me siento solo, como si fuese el único ser humano capaz de dar testimonio de cuán bajo hemos caído”. Tal vez sea por ello que al leer la melancolía y soledad que embarga a los personajes de Labatut al verse enfrentados ante lo incierto, me parece inevitable recordar la reivindicación que Misha hace de la lectura.

David Foster Wallace decía que los libros existen para dejar de sentir esa soledad. Porque aunque nunca hemos comprendido realmente el mundo en el que vivimos, tenemos a nuestra disposición una infinidad de libros que nos ofrecen la tranquilidad de saber que no estamos solos en esa búsqueda. Precisamente, por ello Stefan Zweig situaba a la lectura como un acontecimiento igual de trascendente para la humanidad que la invención de la rueda. Para él, el libro puso fin al confinamiento de nuestras vivencias a la individualidad, ya que gracias a ellos ya nadie está completamente solo. Ellos nos proporcionan una ventana a las mentes más lúcidas que por milenios han tenido las mismas interrogantes, aflicciones e inseguridades que nos carcomen a diario. Sabemos que muchas de las preguntas que nos asechan no son tan distintas a las que consumían a los griegos o romanos. El renovado interés por el pensamiento estoico es prueba de ello. Cualquier lector atento descubrirá también que muchas de las tragedias o dilemas contemporáneos ya están presentes en Homero, Sófocles o Aristófanes, como también en Cervantes, Dante, Shakespeare o Montaigne.

Y así, haciendo caso omiso a las demandas de la inmediatez y digitalización, este semestre insistiré a mis alumnos en las exigencias de lectura. No porque me motive un romanticismo quijotesco de quien se sabe estar defendiendo el Antiguo Régimen. No creo, como escribió Jonathan Franzen hace casi dos décadas, que la vida que descansa en los libros se sienta cada vez más solitaria y desconectada del presente de tantas otras personas. La razón de forzar la lectura ajena no me parece que radique en consideraciones individuales, sino en una deuda generacional de quienes crecimos acompañados de libros, un privilegio que no hemos sabido transmitir a las generaciones que desde pequeños se van visto seducidos por la aparente gratificación inmediata de lo digital.

Como explica Sven Birkerts en su famoso ensayo Las elegías de Gutenberg, el libro debe ser reivindicado por la habilidad única que ofrece a sus lectores de ser sumergidos en experiencias introspectivas y profundas. Aunque ellos contienen vivencias o reflexiones ajenas, pueden igualmente servir como catalizadores de realización propia. Para este ensayista norteamericano la naturaleza envolvente de la lectura ofrece un lugar propicio para que la intimidad pueda reflexionar sobre el significado último de las cosas y sobre la propia existencia, algo que hasta la fecha no ofrece ninguno de sus sustitutos digitales.

Por ello vale la pena seguir insistiendo tercamente, aunque este esfuerzo pueda no ser más que una de las muchas elegías que a diario se escriben sobre la lectura en la era digital. No debemos olvidar que un mundo sin libros, nos advirtió Ray Bradbury, puede rápidamente transformarse en una realidad distópica.