Los últimos acontecimientos sugieren sin embargo que la creciente desafección ciudadana con el trabajo de los constituyentes está siendo aprovechada transversalmente por diversos parlamentarios para invitarnos nuevamente a peregrinar hacia su picaresco mundo.
Se cuenta que en el ocaso del Imperio, mientras los visigodos se acercaban a las puertas de Roma, los senadores perdían el tiempo tensándose en acaloradas discusiones procedimentales. Se dice también que cuando el consejo de ancianos chino discutía si el Río Amarillo realmente existía, éste se desbordó y sus aguas se llevaron consigo a los consejeros. Las imágenes son absurdas, pero de una actualidad insospechada. Así al menos lo sugiere el comportamiento reciente de muchos parlamentarios, quienes difícilmente parecen dimensionar lo que está en juego en la discusión constitucional.
Mientras se multiplican las alertas por lo que está ocurriendo en la Convención Constitucional, un número considerable de diputados y senadores sigue comportándose como si todavía se mantuviera incólume el oasis chileno. Aunque los ejemplos abundan, tal vez los más evidentes son los que se refieren a las profundas transformaciones que se promueven respecto del Senado y el Tribunal Constitucional. Ambos son contrapesos centrales en nuestra democracia constitucional, pero muchos convencionales han profesado hasta el cansancio su animadversión hacia ellos. En sus propuestas se busca simplemente eliminarlos y, en unas pocas de ellas, se sugieren precarias alternativas de reemplazo.
¿Cómo han respondido los parlamentarios ante dichas amenazas? En la Cámara de Diputados lo han hecho procurando repetir el bochornoso episodio de 2015 cuando el Senado designó como jueces constitucionales a quienes carecían de las competencias y el prestigio necesario para desempeñarse en tal cargo. Se buscaba designar a dos diputados que perdieron su reelección, que carecían de trayectoria académica y cuyo nombramiento bien podría haber sido el último clavo en el ataúd del malogrado tribunal. Felizmente, estos nombramientos fracasaron, pero igualmente evidencian la tozudez de los parlamentarios ante tan delicado escenario constitucional.
El panorama en el Senado no es mucho más alentador. Críticas más, críticas menos, la Cámara Alta ha sido por cerca de dos siglos el foro deliberativo más prestigioso e importante de la política chilena. El rechazo del cuarto retiro o de la destitución de un presidente electo democráticamente son prueba suficiente de ello. Tal vez por esto mismo se le acusa de elitista, ineficiente y obstruccionista, críticas todas que podrían terminar en un desenlace trágico para los senadores. Sin embargo, su bancada más numerosa parece interesarse más en recriminar a sus pares por haberles negado la presidencia de dicha cámara que en su subsistencia. Luego de esta supuesta afrenta, uno de los senadores dolidos anuncia con ímpetu el fin de la oposición como la conocemos, ignorando el daño que esto puede suponer para la ya debilitada posición de sus correligionarios constituyentes. Esos mismos que con dificultad se empeñan en salvar el bicameralismo. Y mientras este fraccionamiento se profundiza, el Gobierno contribuye a la causa unicameral de sus constituyentes al forzar a los senadores a discutir la ley de amnistía.
Estos son sólo dos de los muchos ejemplos que ilustran cómo la creciente indolencia de muchos parlamentarios, su irreflexividad y su incapacidad de diálogo pueden ser tan peligrosos como el maximalismo de muchos constituyentes. ¿No es el masivo apoyo parlamentario al quinto retiro una viva imagen de esta decadente realidad?
En el caso del Tribunal Constitucional y el Senado, muchas de las críticas en su contra se dirigen hacia las características personales de sus integrantes o a su diseño institucional. Éstas últimas pueden ser corregidas a través de reformas menores y en caso alguno justifican su eliminación. Pero en la emocionalidad del momento, el desdén de varios parlamentarios hacia el entorno político que los rodea bien puede servir de excusa a sus detractores para perseverar en sus propuestas. Muchos tal vez crean que la imposibilidad de individualizar a los responsables de estos bochornos parlamentarios sea una invitación a buscar ventajas individuales. Ignoran que ese problema de acción colectiva puede precisamente ser una apuesta letal.
Sería esperable que ante los acontecimientos de los últimos años –y las cicatrices que ellos han dejado en nuestra convivencia democrática—, los parlamentarios hubiesen entendido las consecuencias de sus actuaciones. Después de todo, ellos tuvieron un papel en la trama que desencadenó el estallido social. Varios parecieran haberlo comprendido así al recluirse en un silencioso segundo plano por meses a fin de entregar protagonismo a la Convención Constitucional.
Los últimos acontecimientos sugieren sin embargo que la creciente desafección ciudadana con el trabajo de los constituyentes está siendo aprovechada transversalmente por diversos parlamentarios para invitarnos nuevamente a peregrinar hacia su picaresco mundo. Por tentador que así lo parezca, no deberían pecar de ingenuos. Bien puede ocurrir que la Convención Constitucional no sea el verdadero problema al que ellos se ven enfrentados. Tal vez ésta sólo sea la expresión de un problema mucho mayor: el gran descontento ciudadano ante un Congreso incapaz de ofrecer soluciones institucionales a los problemas y males que nos aquejan.
Puede que finalmente nuestros legisladores logren salvar la institucionalidad que parecen dar por sentada. Pero aún si ello ocurriera, no deben olvidar las palabras de Agustín de Hipona ante la debacle romana: “quedaron los hombres, pero ya no su mundo”.