El Mercurio, 14 de mayo de 2016
Opinión

Los profesionales ¿están a la altura?

Ramiro A. Mendoza Z..

A propósito de los eventos que nos presenta la naturaleza, como la salida impropia de un río y el inundamiento consecuencial de buena parte de la tradicional comuna de Providencia, o de aquellos testimonios constructivos que como moles inoperantes levantan sus brazos sin movimiento sobre las aguas de un río en Valdivia, transformándose en el primer puente levadizo construido y que no funciona en nuestro país y sobre el que se cierne una pronta demolición, surge ese afán tan nuestro, el investigativo. Se trata de encontrar responsables, buscar a los culpables, surge así ese atributo tan católico de la culpa, de quién fue la culpa. No digo que sea irrelevante, pero creo que el acento es errado. Si los ejemplos de fracasos son noticias frecuentes, quiere decir que estamos ante un problema mayor, estamos ante un problema de gestión profesional.

Detrás de cada evento se conforma una pléyade de intervención de profesionales, esto es, personas que deben ejercer su profesión con capacidad y aplicación relevantes, y que han debido ser formadas en nuestras universidades, tanto para el acometimiento de proyectos de envergadura (ingenieros) como en el desarrollo de los vínculos contractuales y seguridades jurídicas, que deben permitir el curso normal que suponen los negocios jurídicos que surgen en su implementación (abogados). Esto es, en las ideas conceptuales y en la ejecución de estas obras -y sus problemas- la sociedad espera la intervención de personas competentes, sólidas en lo profesional y éticas en su comportamiento.

Al 2014, según datos del Consejo Nacional de Educación, casi la mitad de los programas de ingeniería que se impartían ese año en el país (1.092 de 2.488) se dictaban en institutos. De estos, solo dos carreras tienen una duración de 10 semestres, mientras que la gran mayoría dura entre 8 y 9 semestres, aunque también hay algunas de hasta 4 y 2 semestres (v.gr. Ingeniería en Márketing y en Hotelería). Es decir, muchos de nuestros «profesionales ingenieros» del sector ni siquiera son licenciados, o detentadores de una licenciatura.

Según este mismo Consejo, en materias tan importantes como la Prevención de Riesgos -ingenieros de Seguridad-, de las 314 ingenierías de Prevención de Riesgos impartidas ese año, solo 73 de ellas se impartían en universidades con su correspondiente licenciatura. Por esta razón, el presidente del Colegio de Ingenieros, a la sazón, advertía que no debía desconocerse la importancia de carreras técnicas, pero no debíamos confundir «a las familias y los postulantes con el uso del título de ingeniero, porque aquello es falsear la realidad». De los más de 2.000 programas que actualmente se imparten en el país con el título de Ingeniería, el Colegio de Ingenieros solamente reconoce a no más de 80, todos los cuales se imparten en universidades. Qué duda cabe, estamos frente a un problema de certificación de la calidad de nuestros profesionales de la ingeniería de magnitudes y consecuencias insospechadas, cuyo develamiento solo aparecerá frente a nuevos fracasos constructivos, surgidos muchas veces por la mala calidad profesional de los proyectos y el control técnico de las obras que se acometan.

Por su parte, en la otra vereda profesional, cuando comenzamos la búsqueda del culpable y la reparación dineraria de los daños que se han causado, surgen los abogados. Se trata de la única carrera profesional cuyo título está reservado legalmente en su otorgamiento a la Corte Suprema de Justicia y no a las universidades, quienes solo expiden la correspondiente Licenciatura. Dada las particularidades y economías de su implementación, desde las 5 escuelas existentes al año 1981, hoy existen 46 escuelas de Derecho, donde hay 13 universidades que imparten la carrera sin que ni siquiera se encuentren acreditadas ante el Consejo Nacional de Acreditación. En materia de números, conviene retener que el año 2000 se titularon 1.000 abogados y el año pasado esa cifra ascendió a 3.487 titulados. El año 2015 existían 34.000 matriculados a nivel nacional en la carrera de Derecho en nuestras universidades.

Esta verdadera avalancha de profesionales jurídicos ha obligado a un rol diferente para nuestra Corte Suprema, que ha endurecido la vigilancia de los requisitos que la ley le obliga a custodiar, evitando las pasadas extranjeras y validando acuciosamente los requisitos de tránsito que se producen entre los turistas universitarios que circulan por los caminos de varias escuelas hasta terminar egresando de alguna de ellas. Ello no ha evitado el incremento de sanciones profesionales, tanto del Colegio de Abogados como de los tribunales de justicia: el año pasado, estos sancionaron a 156 abogados por distintas irregularidades en su actuación profesional.

A lo anterior se suma la voracidad de muchos de estos profesionales, que se representa en la existencia de verdaderas organizaciones destinadas a explotar nichos jurídicos que pueden paralizar proyectos de interés país, bajo componentes de leyes que correctas en su emisión son fuente de extorsiones en su aplicación (v.gr. proyectos de uso de borde costero y pueblos originarios), o bien en el montaje de una verdadera industria de recursos judiciales -los que en ausencia de ley que zanje certezas- terminan por colapsar la gestión de la administración de justicia (v.gr. los recursos contra las alzas de los planes de las isapres, que han devengado por concepto de pago de costas judiciales para estos litigantes la suma de 53 mil millones de pesos entre los años 2010 y 2015).

Como se puede ver, podemos estar quedando atrapados entre las dos puntas requeridas para que nuestros proyectos resulten exitosos, entre quienes deben tener las capacidades técnicas para el elogio de las obras que construyan y quienes deben facilitar el éxito de los negocios jurídicos que supone su correcta implementación. Para ello necesitamos de profesionales de primera calidad que pasen el duro escrutinio que supone su formación, esa es una responsabilidad que no puede quedar entregada solo a la ilusión de la buena ley. Supone que las entidades certificadoras estatales prioricen estándares que no se agoten en la trampa de indicadores lejanos a nuestra realidad, que nuestros colegios profesionales sean debidamente escuchados, que nuestras universidades profundicen la formación rigurosa y ética de sus alumnos y que cualquier transgresión y sanción sea lo suficientemente pública como para elogiar a algunos y alejarse de otros.