La Tercera
Opinión

Lucha de hechos

Joaquín Trujillo S..

Lucha de hechos

La política, una lucha por consolidar una realidad, arriesga transformarse en una lucha de meros hechos sin cuartel.

¿Qué hacemos cuando argumentamos? Decimos palabras que son entre sí coherentes. A la vez, con ellas invocamos hechos que las respalden. El caso es que ciertas palabras no son suficientes para designar los hechos. Algo nos dicen los mudos hechos para lo cual necesitamos una distinta. A veces esa palabra se ha evadido y la retenemos en la punta de la lengua. Otras, debemos inventarla. Pero, por lo general, el hábito de las palabras nos ahorra pensamientos pues recurrimos a las que tenemos a mano. De ahí que, poco a poco, esta comodidad acabe por empobrecer nuestra idea de los hechos que creemos conocer.

Así que la tensión entre los hechos y las palabras es permanente. Cuando alguien casi siempre a gritos alega que no quiere más palabras, sino hechos, es porque dice que se ha estado abusando de ellas, que de tanto aprovecharse se ha vuelto evidente que esas palabras ya no tienen nada que ver con los hechos a los que prometen describir. Pedir hechos es exigir una realidad.

El problema es que de tanto devaluar las palabras, de tanto exigir hechos, va ocurriendo, día a día, que no son las palabras las que argumentan, sino que son los hechos mismos los que se enfrentan, frecuentemente a golpes de carnes, aceros o dineros. ¿Para qué? Para constituirse en eso que llamamos una realidad, consolidándola.

La política, una lucha por consolidar una realidad, arriesga transformarse en una lucha de meros hechos sin cuartel. Y como las palabras ya sobran, pues son a esas alturas sinónimo de embuste, los hechos comienzan a hacerse indescifrables. Solamente los entienden quienes participan de su lucha, y apenas. Una lucha que suele ser cerrada… pero a la vez abierta. Como ya las palabras no ejercen su gracia escrutadora, persuasiva y amortiguadora, la lucha de los hechos se rebalsa, está por todas partes, pero encriptada. También ocurre que la lucha de los hechos se decore con palabras, que sean armas suyas, eso que llamamos eslóganes, en el mejor de los casos, e insultos, en otros. Pero entonces no es que las palabras estén desempeñando su auténtico papel. Más bien son los guantes de los puños.

Y es que más que para practicar la cortesía hipócrita, las palabras deberían procesar desacuerdos viscosos.

El lenguaje poético enseña que las palabras pueden ser poderosísimas, que pueden llegar a moldear los hechos contra lo conveniente, incluso. Pero la desatada pugna por el poder ve en esto una pretensión conmovedora. Hasta que sucede lo de siempre, eso que supuestamente había que, con la lucha de los meros hechos, evitar: ella comienza a mandarse sola, no hay manera de detenerla, es un aluvión que anega, arrasa, sepulta todo a su paso. Es entonces, y solo entonces, cuando reaparecen las palabras, esa olla común que cocina los hechos crudos, haciéndolos comestibles.

Y se tarda, se tarda mucho una sociedad en descreer de los meros hechos para volver a creer en las palabras. ¿Qué hacemos cuando argumentamos? Recuperamos las palabras.