La Tercera
Opinión

Malabarismo (⅓)

Joaquín Trujillo S..

Malabarismo (⅓)

La civilización liberal y democrática occidental que hemos conocido ha ido progresivamente desistiendo del temor y especialmente el terror.

El mito del origen del Estado -que no por mito es mentira- remonta a violencias o fuerzas primigenias. La concepción moderna del Estado como un monstruo al que todos deben temor para que cumpla su efecto disuasorio parece ya muy antigua y hasta anticuada, pero a ratos renueva su mítica plausibilidad.

El siglo XX fue el de esos Estados transformados en suministros no de mero temor como sí de terror, ahora con una tecnología descontrolada para el control completo. Esa es para Hannah Arendt una de las características del totalitarismo, el uso del terror contra el ciceroniano consensus iuris, ese acuerdo tácito que cuaja la convivencia entre grandes grupos humanos.

Antes de esta sabia judía, Robespierre había experimentado con ese terror. El terror, pensaba él, es el ingrediente principal de la virtud y viceversa, pues, afirmaba en 1784, sin la virtud “el terror es funesto”, y sin el terror “la virtud es impotente”. Aplicado un cierto abono de terror la tierra daría sus frutos.

Pero la civilización liberal y democrática occidental que hemos conocido ha ido progresivamente desistiendo del temor y especialmente el terror. La apuesta de esta civilización ha sido combinar de tal manera las fuerzas, los grandes y menudos poderes del mundo, que sea la tensión resultante la que organice la vida sin que sea imprescindible exhibir al monstruo primigenio.

Se ha tratado de una artesanía, la de un malabarismo que deja ir para volver a recibir, que libera y recupera los objetos, que los descontrola y los controla a un solo tiempo. Un espectáculo a base de confianza.

Lo da a entender Truman Capote en su Breakfast at Tiffany’s. Una joyería es un extraño fenómeno. Por lo general, los tesoros se esconden en bóvedas bajo siete contraseñas, no se los exhibe a vista y apetencia de los transeúntes. Las joyerías son, sin embargo, un negocio, uno que pese a serlo es un signo distintivo de la civilización: frente a esa joyería una campesina extravagante, una loquita del pueblo fugada de su casa, puede sentarse a desayunar mientas admira el esplendor tan reunido. Sin robarla, sin comprar, sin que la maten los dependientes.

Pese, también, a los orígenes barbáricos y criminales de toda fortuna o civilización, como dijeron, cada uno según sus razones, primero el conservador Honoré de Balzac y después el marxista Walter Benjamin, ellas se vuelven, queriéndolo o no, un poco inocentes, no por santas sino por irresponsables. Acaban dilapidando sus capitales, se hacen liberales en la vieja acepción aristocrática del término.

Tal vez todo el arte de la administración del mundo civilizado consista en ese malabarismo: dejar ir, lanzar al aire, exhibir los tesoros, pero reaccionar a tiempo, antes de que su espectáculo se arruine contra el suelo, golpeado por esa realidad a la que muchos dicen representar. O sea, no dar a los realistas ocasión de alegar: te lo advertí, las cosas pertenecen a la gravedad, no deben volar ni menos hacer como si lo hicieran.