La Tercera
Opinión

Malabarismo (2/3)

Joaquín Trujillo S..

Malabarismo (2/3)

La buena literatura de ficción es un concentrado de experiencias, de paradojas que pueden ser llamadas tragedias del buen juicio, pues en ellas no queda más claridad que el daño.

En la primera parte hablamos de cómo la “civilización” democrática y liberal se las ingenia para gobernar sin controlarlo todo. Eso nos lleva ahora a preguntarnos cómo hace para entendérselas con las anomalías, en concreto, esas que no explican ellas mismas quiénes son.

Los saltimbanquis, observó en sus Elegias duinesas el poeta Rainer Marie Rilke, son voluntades muy convencidas de su arte, dominadoras de “todas las balanzas oscilantes / del equilibrio”. Quizá no se encuentre en la calle a alguien más inocente que uno de ellos, un malabarista, tal vez. Andan tan absortos en lo suyo como un matemático derivando sus dogmas. De ahí que el arte de vivir civilizadamente dependa de no romper estos ensimismamientos. Dos imágenes a estas alturas clásicas son sugerentes. La primera muestra a Arquímedes, el geómetra; la segunda, a Anton von Webern, el compositor. El primero, durante la batalla de Siracusa, es ultimado por un soldado romano. Mientras permanecía concentrado en sus figuras geométricas, cuenta la leyenda que tan solo lo increpó: “¡No perturbes mis círculos!”. El segundo, en los confusos días de la ocupación aliada de Salzburgo, murió a manos de un cocinero estadounidense en el curso de una especie de allanamiento a su morada.

Como los genios son primos en segundo grado de los locos, uno de los malabares propios de la civilización ha sido el tratamiento de estos “inocentes”, especialmente desde que el médico Philippe Pinel los liberó de sus grilletes (en Francia, entre otras latitudes nunca permanecieron encadenados). Lo mismo se extiende a todos los que rozan esa frontera, como los extravagantes, excéntricos, raros, tullidos. Los nazis, como antiejemplo, los eliminaban discretamente, sin escandaleras, nadie se enteraba, nadie quería enterarse.

Los rusos cuidan al loco del pueblo por inocente, como si fuese santo, y no solamente porque se atreva a decirle la verdad a los poderosos en la cara (como en la escena célebre del Boris Godunov, de Pushkin, en que el inocente le dice al zar lo indecible). Esos mismos rusos, querendones de los locos, hicieron tierra quemada cuando en 1812 la cordura a caballo -que fue como Hegel describió a Napoleón- vino a defenderlos de sus patronos, invadiéndolos primero que nada.

La buena literatura de ficción es un concentrado de experiencias, de paradojas que pueden ser llamadas tragedias del buen juicio, pues en ellas no queda más claridad que el daño. En Billy Budd, marinero, la novela póstuma de Herman Melville, el inocente tartamudo Billy se vuelve un criminal cuando es sometido a una tensión excesiva; mata de un golpe al psicópata que le ha puesto los ojos encima y que ha intentado acorralarlo diestramente en una trama falsa. Por su parte, el capitan Vere es a bordo el representante de la civilización, debe juzgar y juzga mal, hace ejecutar a Billy. Obviamente su barco será derrotado, acaso simbólicamente por uno bautizado “El ateo”.