La Tercera, 28 de septiembre de 2014
Opinión

Marcando el paso

Sebastián Edwards.

Según los historiadores económicos, en el año 1500 los habitantes de lo que hoy se conoce como América Latina tenían un nivel de vida más alto que el de los habitantes de América del Norte. Para 1750 las cosas se habían equiparado, y las colonias inglesas y españolas tenían un nivel de vida similar.

Sin embargo, con el paso del tiempo la situación empeoró para nuestra región.

En 1820, las nuevas naciones del sur tenían un ingreso per cápita que apenas alcanzaba al 80% del de los Estados Unidos, y en 1870 esta razón había caído a menos del 60%. Al llegar el siglo XX, el nivel de bienestar de América Latina era menos del 50% del de EE.UU. y Canadá, y en 1989, al terminar la llamada “Década Perdida”, nuestro ingreso por habitante no llegaba ni siquiera al 20% del de la Unión de Norteamérica.

América Latina había tocado fondo. Desde entonces se ha producido una suerte de reversión, y la brecha de ingresos entre las naciones del sur y las del norte ha empezado a cerrarse. No ha sucedido en todos los países, ni ha sucedido al mismo ritmo. Pero el fenómeno está ahí, es palpable.

La estrella más brillante

Y en este proceso, Chile ha sido, por lejos, el país más exitoso, la estrella más brillante. Gracias al muchas veces vilipendiado “modelo” basado en la competencia y el mercado, en la apertura económica y la eficiencia, el país ha pasado a tener el ingreso per cápita más alto de la región.

En 1990, el año en que Chile volvió a vivir en democracia, el PIB per cápita nacional era 19% del de Estados Unidos; hoy, esa razón es de 41%. Hemos cerrado la brecha en 22 puntos porcentuales.

Ningún otro país latinoamericano ha tenido un desempeño tan descollante. La relación entre el ingreso de Perú -el país que obtiene el segundo lugar- y EE.UU. pasó del 14% al 22% durante el mismo período; la de Brasil, del 26% al 28%; y la de México aumentó del 28% al 31%. Venezuela, tristemente, ha vivido 25 años de repliegue. En 1990, su PIB por habitante representaba el 37% del de EE.UU., mientras que hoy es sólo el 34%. Argentina, por su parte, ha pasado por una verdadera montaña rusa, con saltos y regresiones, con años mágicos y crisis legendarias. Su situación ha sido tan caótica, y sus estadísticas de tan pobre calidad, que el Banco Mundial dejó de publicar la información del vecino país. Sin embargo, los datos disponibles sugieren que en la transandina nación el ingreso per cápita, como proporción del de EE.UU., es hoy en día similar al de 1990.

Pero este magnífico desempeño estadístico de la economía chilena esconde una realidad preocupante. El gran esfuerzo expansivo que contribuyó a cerrar la brecha de ingresos llegó prácticamente a su fin en el año 2004. Desde entonces hemos avanzado poco, o casi nada.

Para ser más específicos, Chile creció entre 1987 y 1997 por encima del 6% anual. Este crecimiento tuvo como motor un rápido aumento de la eficiencia o “productividad total de los factores”. A partir del año 2000, sin embargo, y como lo han consignado diversos autores, incluyendo el respetadísimo Vittorio Corbo, las políticas públicas pro eficiencia prácticamente desaparecieron, y la productividad empezó a estancarse.

Es peor de lo _x0007_que usted piensa

Durante las últimas semanas, los analistas internacionales han bajado las proyecciones de crecimiento de corto plazo para los años 2014 y 2015. Se espera que durante estos dos años la economía se expandirá, en promedio, en apenas un 2,5% anual. Además, habrá nuevas caídas en los precios de nuestras exportaciones, un mayor precio del gas natural, mayores tasas de interés globales y un dólar más caro. Vale decir, un panorama externo complejo.

Lo anterior debiera ser causa de preocupación para todos los ciudadanos de la República.

Sin un crecimiento vigoroso, el país no podrá avanzar en la senda de la modernidad; un crecimiento modesto tendrá un fuerte impacto sobre las arcas fiscales y, a pesar de la reforma tributaria, el gobierno enfrentará una importante restricción presupuestaria. Habrá que recortar presupuesto, o postergar proyectos, o dejar de lado promesas electorales, o emitir deuda internacional.

El desafío que enfrenta Chile es: ¿Cómo recuperar el dinamismo productivo? ¿Qué hacer para volver a esa “década dorada” de alta productividad y crecimiento _x0007_extraordinario?

Un poco de _x0007_historia, por favor

A través de los años, una serie de estudiosos han tratado de entender el atraso relativo de América Latina. ¿Cómo explicar la caída libre entre 1700 y 1990, este quedarse atrás, esta falta de progreso? Más importante aún: ¿Cómo evitar que el fenómeno se repita?

El tema ya fue tratado por Adam Smith en La riqueza de las naciones, en 1776, incluso antes de que los países latinoamericanos se independizaran. Smith habló de las políticas económicas y tributarias como factores explicativos de la ya evidente divergencia económica entre norte y sur. Mientras los ingleses tenían tributos relativamente bajos, los españoles rigidizaban el sistema e imponían impuestos expropiatorios.

A mediados del siglo XIX, cuando nuestra caída llevaba poco más de 40 años, el intelectual argentino Domingo Faustino Sarmiento habló de “civilización y barbarie”. Contrastó la sociabilidad -lo que hoy llamaríamos “capital social”- del norte con la soledad y desconfianza del sur. Ya en pleno siglo XX, el historiador chileno Claudio Véliz escribió dos libros maravillosos, donde comparó la versatilidad sajona -los llamó zorros, siguiendo a Isaiah Berlin- con la obsesión unidimensional española, obsesión castradora y burocrática, anclada en razones religiosas.

El tema de atraso relativo en América Latina también fue explorado, recientemente, en el exitoso libro Por qué fracasan los países, de Daron Acemoglu y James Robinson. Su análisis sintetiza lo planteado por una larga pléyade de autores y se centra en el rol y la calidad de las instituciones. La cosa es más o menos así: los países que fracasan, aseveran Acemoglu y Robinson, se caracterizan por tener instituciones débiles, en el sentido de que éstas no protegen los derechos de propiedad, desincentivan la innovación, no respetan la ley o el debido proceso. Son instituciones que, además de débiles, fomentan los conflictos y litigios, y no distribuyen los frutos del progreso en forma amplia; las instituciones de los países que fracasan no son inclusivas, son poco democráticas; son viveros de malas prácticas y de corrupción. Como consecuencia de esta debilidad institucional, estos países están poblados por individuos desconfiados que no colaboran entre sí, que no innovan, que no tienen una devoción por la excelencia.

En Chile, el tema ha sido explorado en dos libros recientes, compilados por Vittorio Corbo y Klaus Schmidt-Hebbel. En ellos, una larga lista de economistas distinguidos usan un sofisticado arsenal técnico para dar un diagnóstico tan simple como contundente: sólo retomaremos la senda del crecimiento y seguiremos cerrando la brecha de ingresos si hacemos las reformas pendientes; si desregulamos, si imponemos la competencia verdadera, incentivamos la productividad, flexibilizamos el mercado laboral, mejoramos la educación -especialmente la técnica-, aseguramos un suministro estable de energía a precios competitivos, mejoramos la eficiencia de los puertos, volvemos a las grandes obras de infraestructura, cambiamos los currículos y enfatizamos las materias STEAM. También hay que mejorar las instituciones, democratizar el sistema político y económico, transformarnos en un país más inclusivo.

Desatender la agenda de crecimiento es, sin duda, un error que pagaremos caro; lo pagarán nuestros hijos y nuestros nietos, los que en años venideros se preguntarán: ¿Por qué, después del gran salto adelante, volvimos a lo de siempre? ¿Por qué volvimos a marcar el paso?