Sin lugar a dudas, mejorar la relación entre el Estado y los pueblos originarios es uno de los desafíos de largo plazo más importantes y complejos para nuestro país…
A raíz del condenable atentado incendiario que destruyó 29 camiones en la Región de Los Ríos, la cuestión mapuche ha adquirido notoriedad en la agenda pública. El debate sobre el tema se ha enfocado en la violencia, por supuesto reprochable, a pesar de que la convivencia cotidiana en las zonas rurales de alta concentración mapuche es mayoritariamente pacífica. De hecho, de acuerdo a cifras de la encuesta CEP realizada a este pueblo en 2016, apenas un 1% de los mapuches reportaba conflictos frecuentes con agricultores, carabineros o empresas forestales.
Para los grupos que cometen estos delitos, su actuar ayuda a poner sus demandas en la agenda. Sin embargo, un 58% de los mapuches no justifica el uso de la fuerza para reclamar tierras, según datos de la misma encuesta. Más aún, el enfoque en la violencia deja en un segundo plano los temas que los propios mapuches consideran como prioritarios: las tierras, el reconocimiento constitucional y la lengua, de acuerdo a la citada encuesta.
Es así que para abordar el tema mapuche, se requiere ampliar la mirada a otros aspectos, más allá de los actos violentos, y a otras regiones, más allá de La Araucanía. El mundo indígena en nuestro país, y el pueblo mapuche en particular, no puede concebirse unidimensionalmente o con visiones parcializadas. Esa ha sido, quizás, una de las fallas de la política indígena en el último tiempo.
En el libro «El pueblo mapuche en el siglo XXI», que editamos junto a la académica de la Universidad de Chile Verónica Figueroa Huencho y que será presentado hoy, mostramos, por ejemplo, que las principales políticas indígenas enfocan su campo de acción en el mundo rural, a pesar de que 373 mil personas que se autoidentifican como mapuches vivían en áreas rurales en 2015 (cifra que se ha mantenido estable en los últimos años) y alrededor de 950 mil personas que se autoidentifican como mapuches se localizaban en zonas urbanas (300 mil más que en 2009) el mismo año.
Además, mostramos que ninguno de los once programas indígenas sometidos a evaluación por la Dirección de Presupuestos fue calificado como suficiente o quedó sujeto a ajustes menores. Por ejemplo, el Fondo de Tierras y Aguas, programa insigne de la Ley Indígena, tiene una serie de problemas de funcionamiento y los casos de malas prácticas han sido reiterados.
Otro ejemplo de las fallas de la política indígena es el Programa de Educación Intercultural Bilingüe del Mineduc. Lleva veinte años funcionando y los hablantes de mapuzugun han caído en número durante la última década. Y peor aún, el libro citado documenta que los mapuches tienen tasas de pobreza mayores que el resto de la población, pero no tienen subsidios más altos que el resto y, en algunos casos, ¡son incluso menores!
Estos son solo algunos ejemplos de la ineficacia del Estado en enfrentar los temas que más preocupan a los mapuches. Todo ello parece haber contribuido a la pronunciada baja de la confianza de los mapuches en todas las instituciones políticas durante la última década.
Sin lugar a dudas, mejorar la relación entre el Estado y los pueblos originarios es uno de los desafíos de largo plazo más importantes y complejos para nuestro país. Al respecto, existen diagnósticos y diversas propuestas. El desafío ahora es que el mundo político defina una hoja de ruta que constituya las semillas de un nuevo entendimiento entre el Estado y los pueblos indígenas.