La Tercera
Opinión

Miseria

Joaquín Trujillo S..

Miseria

La miseria del idioma significa un desaseo de la propia interioridad, la subjetividad, la cotidianidad, de la vida privada

A menudo cunden alertas por la pobreza de lenguaje. Ésta, que luce insignificante comparada con otras pobrezas, trasunta no tanto una desigualdad como sí una general miseria. Ella, a la larga, se traduce en la incapacidad de mutuo entendimiento: la dificultad para acordar -que es lo que ahora a tantos ocupa- está llena de bien-entendidos indisolubles, pero también de malos entendidos que son solubles.

El esmero con que se adopta una lengua extranjera, por ejemplo, aparejado a una práctica desprolija de la lengua materna es revelador. Tiene algo de desamor propio. Dedicar la lengua materna a cuestiones banales o nada más que pueriles es también revelador. Una lengua materna cada vez más elemental, en la cual hay excesivos sinónimos para muy pocas palabras, significa la pulverización de todos los matices, esos sobre los que descansa la mesura, el diálogo, el acuerdo, la concordia, no porque resuelvan, sí porque aproximan: tejen mil puentes.

La miseria del idioma significa un desaseo de la propia interioridad, la subjetividad, la cotidianidad, de la vida privada, en suma, de aquello que creemos exclusivamente nuestro. Por supuesto, a esta miseria no le basta la madriguera que es cada cual: invade la vida en común, lo público, como un virus.

Un problema más que de orden gramatical. Es en definitiva una imposibilidad de verbalizar adecuadamente las dificultades que sobrevienen, una incapacidad de conocer el nombre de los fenómenos y por lo tanto de anticiparnos a las crisis personales, nacionales y globales (pues los nombres de las cosas, o sea, las palabras, son su premonición). Las palabras tienen precisamente esta facultad mitigadora que ha sido reconocida por la psquiatría, la filosofía, la literatura. Un sabio, práctico y creativo, como Goethe utilizaba 80 mil palabras. Un chileno rico y perfumado, apenas quinientas. En esta estructura el léxico queda reducido a sus funciones casi físicas. Y, ojo, no es un problema solo popular: es más, todavía en sectores rurales subsiste alguna diversidad de léxico y figuras de dicción que podríamos llamar arcaicas. Mientras tanto, es audible esta miseria en las esferas sofisticadas. En las mismas, en el mejor de los casos y de buena fe, se cree que se debe hacer algo por educar al resto,

Un diccionario no es solo un libro. Es un catálogo de todas las experiencias humanas que hemos tenido el mérito, la capacidad o la suerte de haber abreviado en esa síntesis que es una palabra específica. En la medida que ese catálogo no está dentro nuestro y, en cambio, está oculto al interior de un libro cerrado, nuestras apariciones espontáneas, y las no tanto, quedan modeladas por nuestras escasas herramientas a mano, como quien come tallarines con una cuchara a falta de un tenedor, no porque no disponga de uno, sino porque no se ha enterado de su función. Tan miserable como eso.