El Mostrador, 30 de marzo de 2019
Opinión

Pastores, patrones y capataces

Joaquín Trujillo S..

Pastores, patrones y capataces

“Exigimos pastores, no patrones de fundo”, rezaba el cartel que una mujer sostenía en la Catedral de Santiago y que un mal lector, disfrazado de diácono, hizo volar por los aires.

«Exigimos pastores, no patrones de fundo», rezaba el cartel que una mujer sostenía en la Catedral de Santiago y que un mal lector, disfrazado de diácono, hizo volar por los aires.

El problema de este cartel es que lo que la Iglesia necesita son, precisamente, patrones de fundo.

En otros tiempos, cuando la Iglesia estuvo a punto de autoaniquilarse en medio de intestinas corrupciones e intrigas a todo trapo, fueron los curas y monjas españoles, con su disciplina militar, sus reglas de acero e incluso sus cilicios e inquisitoriales potros de tormento los que la pusieron en orden.

La onda pastoril no había obtenido buenos resultados.

El historiador holandés Johan Huizinga observó que, ni en la Edad Media, los más prominentes predicadores y poetas fueron capaces de conducir los rebaños hacia los ideales de la Cristiandad.

En uno de sus poemas, un poeta conocedor del poder, como lo fue Andrés Bello, hacía ver que muchas veces los rebaños prefieren lobos antes que a pastores. Los lobos parecen más convincentes, decía.

Que los pastores deban ser también modelos de virtud es, a estas alturas, una especie de obsesión victoriana con la que la Iglesia, pretendida constructora de Occidente, nunca comulgó del todo.

Aunque, para ser más exactos, los patrones de fundo tampoco darían el ancho.
Los patrones de fundo fueron erradicados de la vida rural y urbana a partir de la Reforma Agraria. De ellos quedaron pululando unos imitadores que no saben lo que hacen.

No exagera quien ha sostenido que los patrones de fundo fueron tan civilizados que se les pudo despojar de sus bienes empobreciendo tal vez para siempre a sus blandas descendencias.

Remedando lo que escribió Jorge Luis Borges sobre el temido Minotauro de Creta, es lícito comentar que esos patrones apenas se defendieron.

Y parece que no fue el Golpe de Estado de 1973 su vendetta. La Junta publicó prontamente un decreto que hizo irreversible el proceso de Reforma Agraria.

Visto de esta manera, la Iglesia no está en condiciones de admitir sensitivos pastores ni impotentes patrones de fundo.

Todos ellos no han conseguido disimular su estrepitoso fracaso.

Si la Inquisición medieval fue cruenta, la moderna Inquisición Española arropó todos los cuerpos del Renacimiento. No se salvó ninguna playa del orbe.

Por eso, y si se disculpa una analogía estrambótica como también el mal hábito de repartir consejos a quien no los ha solicitado, lo que la Iglesia necesita no son ni pastores ni patrones (menos manotazos de diácono). Lo que necesita, digo, es la mano dura de los capataces.

Los capataces de la Contrarreforma.

Pero —y este pero va en mayúsculas—, en vez de ponerlos a reprimir judíos ancianos devotos de la Ley de Moisés, a librepensadores, a humoristas de ocasión, a impresores de libros dignos de lectura, a protestantes que se creyeron el cuento más de la cuenta, y tantos otros personajes y estilos de vida que rindieron buenos frutos en sociedades liberales, debe ponerlos a dar de huascazos según la ley de la física que dice a menor superficie mayor presión.

¿Dónde?

Al interior de sus propias y mullidas oficinas, en las sacristías, confesionarios, casas parroquiales, conventos, capellanías, hogares de huérfanos y colegios de elite. No a sus rebaños como sí a sus pastores.

Y si no, léase las vidas de santos y santas de la Contrarreforma que consiguieron que hasta los ángeles no mostrasen piel.

Que Torquemada, el Gran Inquisidor que paralizó un hemisferio del mundo, quede convertido en un niño de pecho.

Sinceramente.