(…) la propuesta acordada por la Comisión Experta, parece hacerse cargo de esta comprensión del poder como vínculo democrático y no como fuerza causal que se impone hegemónicamente.
Desde antiguo hemos pensado el poder como “algo” que se posee, que se tiene pero que se puede perder, y al perderlo, otro lo gana. Sobre esa base creemos que el poder tiene una propiedad causal cuasi mágica por medio de la cual quien “tiene el poder” puede decidir sobre la conducta de otros mecánicamente, como si entre ambos no existiera más que éter (Luhmann 2022).
Cuando se piensa que el poder fluye sobre los demás libre de interferencias, entonces la gente termina sorprendiéndose de cosas triviales. Una madre se sorprende de que su hijo no se acueste al quinto “mandato”, cuando el valor simbólico de la orden ya se devaluó; o una jefa se sorprende de que los plazos que dio en la reunión de ayer no se cumplan hoy. También Lucía Hiriart se sorprendió de que la teoría causal del poder no funcionara en el plebiscito de 1988: “¡malagradecidos!”, fue su desahogo epistémico. Y hoy personas de moral superior se preguntan cómo el pueblo no les reconoce su evidente autoridad. Debe ser que el poder ciega cuando uno cree “tenerlo”. Habría que preguntarle al exconvencional Stingo o al consejero Silva, quien, a cincuenta años, piensa en Pinochet como un “estadista”.
Lo cierto es que en un mundo diferenciado e interdependiente como el nuestro, el poder político no opera causalmente, pues las influencias provienen de múltiples fuentes. El gran logro de la democracia liberal es haber civilizado el poder en forma de un vínculo que no presupone que otros siguen órdenes como rebaño irreflexivo. Para los autoritarios esto es demasiado poco, para los populistas es demasiado elitista, pero para los demócratas es justamente la habilitación de la política, pues los mueve a reconocer la legitimidad de otras opciones y a persuadir sobre la conveniencia de las propias.
Una constitución democrática, como la propuesta acordada por la Comisión Experta, parece hacerse cargo de esta comprensión del poder como vínculo democrático y no como fuerza causal que se impone hegemónicamente. La propuesta pone énfasis en modos de organización más que en ontologías, habilita el diseño de transformaciones estructurales antes que predefinirlas en detalle, y limita la fragmentación del poder que siempre está en el origen de proyectos populistas y autoritarios.
Por supuesto hay elementos que aún deben ser resueltos, como la representación política indígena, el balance entre poderes de Estado o el itinerario del Estado social. El Consejo entra al juego ahora. Tiene la legitimidad democrática para transformar las cosas, para mejorarlas afinando equilibrios, y también para empeorarlas desconociendo los avances sobre la Constitución vigente. Pero su esfuerzo mayor debe estar en evitar pensar el poder como una fuerza causal con pretensión hegemónica. Ya tuvimos suficiente de eso en la historia lejana y reciente de Chile.