Hace milenios que los seres humanos se agrupan con ínfulas de superioridad. El negocio consiste en exprimir la anuencia del mundo.
Las elites que importan son esas tan vivas que sí que mandan y con tal autoridad que la docilidad les resulta natural. Estas verdaderas elites, que realmente pesan y definen una época, no siempre están dispuestas a dejarse denominar como tales. Pues si su discreción las engendra, su exhibicionismo las mata.
Sucedió en su momento con los burgueses, el grupo advenedizo que desterró al anteriormente predominante, el de los nobles, a esas alturas ya inaguantables por su frivolidad, insolencia y decadencia. Los burgueses, en cambio, eran gente esforzada, racional, ahorrativa y emprendedora. Creían en la igualdad ante la ley, la dignidad humana, compraban esclavos para liberarlos, propiciaban la alfabetización de la humanidad.
Y también cayeron en desgracia. Fueron reemplazados por los burócratas. Ellos prometían realizar la promesa burguesa del reino de la libertad, pero sin medias tintas. Se trataba de una elite que haría de la justicia social un sistema, uno que ellos mismos, con sus circuitos infinitos de información, iban a cuajar. Pronto se vio cómo esos burócratas, que al principio vigilaban la corrección de la gente común, con sus famosas chekas, se transformaban en grises operadores de la desinteligencia. Se los identificó como gente lenta, malhumorada, en la que se adivinaban subjetividades hipersensibles más propias de la burguesía y hasta enterradas prácticas del feudalismo.
Estas (anti)aristocracias subrogantes han sido sucedidas por la de los académicos, los que aparecen como las voces más autorizadas y, en sociedades simplonas, se les suele considerar incontrovertibles. De ahí que tal vez crean poder alinear astros a la fuerza. En cierto sentido, el tecnócrata fue su gran antecedente. Contraponiéndolo al burócrata, los burgueses liberaron esta nueva criatura fabulosa que, hasta entonces, había circulado en el interior de la jaula universitaria.
La internacional académica, como en los siglos XVI a XX las internacionales protestante, católica o comunista, se ha convertido en el territorio de la corrección política, o sea, de su renegación. La purga de sus filas, tal cual un día las emprendidas por el padre Stalin en y desde la URSS, tienen por finalidad uniformar un poco los criterios de indexación. No vaya a ser que siga el fracasado destino de elites anteriores, esas que se dejaron identificar antes de verse obligadas a compartir el poder con otras.
Y nada de contubernios. Hace milenios que los seres humanos se agrupan con ínfulas de superioridad. El negocio consiste en exprimir la anuencia del mundo.
Muchas elites políticas han sido renegadoras de la política. La política es cosa de intrigas, nosotros somos gente honesta y trabajadora, le dice el padre de Goethe a su hijo. Los funcionarios de la URSS, explica S. Aleksievich, fueron incapaces de pronunciar los discursos de rigor ante la debacle del imperio obrero. Pocos académicos se aventuran en la política real, los más juegan a la academia de muñecas (caza de estudiantes). Y sí, la política es el poder que a veces no teme decir su nombre.